La utilización de la cámara para registrar la realidad del "otro", incorporando lo extraño a lo cotidiano, es algo tan viejo como el cine. No obstante, el documental se definirá recién en 1926, como resultado de la ruptura realizada por Vertov y Flaherty con el cine de estudio. Pero fue tal vez con Jean Rouch que el cine etnográfico obtuvo su verdadera dimensión; los innovadores trabajos de este antropólogo y cineasta francés en el continente africano, así como la crítica rigurosa de éstos, permitieron revelar los aspectos específicos del género, tanto teóricos como metodológicos y técnicos.
Sin embargo, tanto Flaherty como Rouch, al igual que la antropología clásica, soslayaron la situación colonial en que se hallaban inmersos los personajes de sus filmes. Un cine así entendido devenía, en el mejor de los casos, un elegante certificado de defunción para las culturas relevadas, por no ayudarlas a contrarrestar el proyecto etnocida de Occidente. Lejos ya del romanticismo del comienzo, no puede justificarse hoy un cine antropológico que enfoque sólo lo exótico, ignorando la opresión y reduciendo al otro a un mero objeto de la imagen. El cineasta habrá de integrar la búsqueda estética con una ética del compromiso con la realidad documentada. Este libro se propone mostrar las trampas que todo realizador deberá sortear para hacer un film no connivente con la dominación, ni deformado por el etnocentrismo y la perspectiva de clase. El ejercicio de constante cuestionamiento de la mirada sobre el otro que aquí se propone podrá servir asimismo tanto a los cinéfilos como a los cientistas sociales, para quienes el cine es sin duda una valiosa técnica de investigación y un poderoso lenguaje.