Corinto, 320 a.C. Un mendigo escucha lo que parecen desvaríos de un borracho que dice ser Dionisio II de Siracusa, hijo de Dionisio I, el Tirano. A partir de aquí, Manfredi desgrana la historia de un extraordinario estadista, cuya llegada al poder se produjo tras un cruento golpe de estado. Sus enemigos, los cartagineses, habían arrasado las ciudades próximas de Agrigento y Selinunte, y habían humillado a las vecinas Gela y Camarina. A los griegos sólo les quedaba un bastión en Sicilia: Siracusa. Dionisio devolvió al ejército su anterior fuerza, instauró la ley marcial y abolió las instituciones democráticas de la ciudad para imponer una cruel autocracia en la cual gobernaba él solo, ejerciendo un poder absoluto y vengativo que le valió el sobrenombre de «el Tirano» en la historia. Y aun así, aquel mismo hombre era la auténtica personificación del héroe arcaico. Desposó a dos mujeres en la misma ceremonia y consumó los dos matrimonios la misma noche, saliendo de una alcoba matrimonial para entrar en la otra. Expulsó a los cartagineses de las murallas de Siracusa, donde construyó la fortificación más impresionante de toda la Antigüedad: el castillo de Eurialo. Dedicó su vida entera a salvar la civilización helénica de Sicilia e Italia. Inventó máquinas increíbles, capaces de arrojar enormes piedras a grandes distancias. Diseñó potentes barcos de guerra y animaba a sus hombres dándoles ejemplo: siempre fue el primero en afrontar las privaciones, las heridas y los horrores de la guerra. Se conducía como un dios: sus caprichos decidieron el destino de pueblos, deportó a los habitantes de ciudades enteras, creó desiertos donde antes había vida y vida en medio de tierras baldías. Las leyendas negras y los gestos heroicos marcaron el reinado del hombre que fue la máxima personificación del héroe y el demonio que conviven juntos en el alma de los humanos.