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Tapa del libro LA LITERATURA FANTASTICA ARGENTINA EN EL SIGLO XIX

LA LITERATURA FANTASTICA ARGENTINA EN EL SIGLO XIX

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Autor: ABRAHAM, CARLOS

Origen: Argentina

Editorial: Ediciones CICCUS

ISBN: 9789876931113

Origen: Argentina

$ 36100.00 Icono bolsa

36.10 U$S 40.11

Breves consideraciones sobre un libro monstruoso.


Acaso no sea pertinente, pero cabe explicar que monstruoso es –en este
caso y como casi siempre– un elogio. Un elogio bárbaro. El monstruo, se
sabe, es por definición el impar, el que no se empareja con nadie. Y este libro
–este “tratado”, especifica el meticuloso Carlos Abraham– es un ejemplo
exacto de una clase de uno solo. El Libro de Abraham –que así, bíblicamente,
se lo conocerá de aquí en más– es una auténtica, saludable salvajada: no se ha
hecho nada igual, antes.
Y subrayo cuando digo no se ha hecho, que es mucho más que no se
ha escrito, porque en este caso la escritura, la mera escritura de un texto de
más de medio millar de páginas, es “apenas” el ulterior gesto comunicativo
de verter en palabras un trabajo previo de investigación y de relevamiento
infernal. Quiero decir: lo que impresiona no es sólo este resultado que tenemos
entre manos sino el gesto completo que culmina acá.
Como en el caso de la narrativa de Hemingway, aunque en otro sentido, lo
que conmueve –además de lo que se percibe– es el inevitable efecto iceberg:
todo lo que hay debajo / detrás / antes de estas detalladísimas comunicaciones
que dan cuenta prolija y exhaustiva de un mundo que se nos revela –y la sensación
es de vértigo– poco menos que infinito. Acá hay tiempo, trabajo, entrega,
dedicación, obsesión, enfermedad –si cabe– e infinita locura investigadora.
Carlos Abraham es un saludable / necesario desequilibrado. Es de los que
no paran, que ante la duda sigue adelante; que no se conforma con la quintita
recortada de la investigación académica en función de una publicación
especializada para un lector acotado. No, es de la raza conmovedora de los
rastreadores, de los sabuesos, de los obsesivos buscadores de datos y fuentes,
de los que resultan –hay que decirlo, todos agradecidos– irreemplazables.
Y a no confundir la especie. No estamos hablando del tipo de minucioso
cultor del detalle –los primos segundos de Gardel, la pipa de San Martín, el
peluquero de Evita– que trabaja sobre aspectos nimios de una figura transitada
y reconocida, propone la enésima nota al pie de la biografía. La investigación
de Abraham no corre una coma en un documento, una cifra en un
parte de batalla, no discute la cantidad de franjas de una bandera. Nada de
eso. Tampoco es el recolector snob de basura reciclada arbitrariamente como
material precioso. O el profesional de la nostalgia que plumerea viejas repisas
o rescata el cuaderno de primer grado del prócer de las Letras. El empeño
y el logro de Abraham van saludablemente por otro lado.
Como su temerario título lo enuncia, este Libro de Abraham –absolutamente
original en su empeño y realización– es a la vez raro por su objeto no
habitual y necesario por sus implicaciones. Y lo es porque revela / recorta /
instaura un objeto de estudio y atención hasta ahora inadvertido / no constituido;
y porque con ese gesto transforma el horizonte de los estudios y las
investigaciones por venir en un vasto campo literario.
Acá hay –sin ponernos solemnes– una base y un objetivo programáticos:
ensanchar el corpus literario, agrandar en forma sustantiva
el repertorio conocido de las ficciones producidas por la cultura
argentina durante un siglo largo. Nada menos que eso. Inventariar
exhaustivamente los relatos no realistas (la amplia y generosa categoría utilizada
es lo insólito) publicados / leídos / circulantes a lo largo de más de
cien años de nuestra historia cultural. Un proyecto desmesurado cuya concreción
en este volumen ejemplar marca un rumbo y abre un par de puertas
/ pautas muy saludables: antes de –o mientras se trata de– establecer un
canon (qué es lo significativo que “vale la pena” de ser estudiado, recordado,
editado: obras y autores recortados contra el fondo opaco, informe o
desierto) se nos recuerda que cabe intentar establecer un adecuado corpus
(una totalidad, un conjunto más o menos representativo de lo que hay / hubo
/ existió). Y ésas no son, al menos en nuestra cultura argentina, cuestiones
ociosas o poco pertinentes.
Muy por el contrario. Durante muchísimo tiempo –prácticamente hasta
finales de los años sesenta–, los estudios literarios y las publicaciones universitarias
y culturales en general, se centraron, académicamente, en un corpus
reducido y prejuiciosamente acotado. Se atendía sólo a las obras y a los autores
que respondían a un modelo o concepto restringido de la literatura, del
objeto literario. Sólo los textos asimilables a las categorías habituales dentro
de las llamadas bellas artes, que utilizaban al libro como soporte y tenían la
biblioteca como destino final eran considerados literatura. Todo lo que no
pasara por ese circuito de producción, lectura y destino final no existía en el
corpus de lo legible y atendible. Grosero y no gratuito error.
Sólo cuando el debate cultural que arrancó en aquellos años –dentro del
debate político general– puso en cuestión las ideas mismas de Nación y de lo
nacional, introdujo la problemática de la dependencia, propuso el concepto de
identidad y criticó la concepción restringida de cultura para darle un marco y
sentido menos elitista que las meras bellas artes, se planteó un concepto más
abarcativo de lo que puede y debe considerarse literatura. Sobre todo en lo que
tiene que ver con los canales de difusión y soportes materiales de publicación.
Así, las llamadas por entonces defensivamente “literaturas marginales”
(todo ese cúmulo de textos proliferantes en los bordes de lo reconocido “que
no aparecían en la foto” de la cultura) pasaron a llamar la atención crítica no
sólo por simple curiosidad o snobismo –que lo hubo y lo hay– sino por ser
un campo riquísimo en el que se desplegaban una serie de cuestiones reveladoras:
acaso en ese espacio creativo multiforme y poco estudiado–de la producción anónima a los géneros de la literatura de masas-
estaba algo o mucho de lo mejor, más genuino y poderoso
que había producido nuestra cultura a secas. Aprendimos que había
bastante que revolver y revisar. Sin ir más lejos –por ejemplo–, el tango y las
historietas argentinas habían producido obras y autores de una envergadura
insoslayable a la hora de dar cuenta de la riqueza y originalidad de nuestra
cultura en el siglo veinte. Y era y es apenas un ejemplo entre otros muchos.
Es en este contexto y con este concepto que valoramos tanto este trabajo
extraordinario de Carlos Abraham. Se ocupa de iluminar con precisión y
exhaustividad una amplia zona de nuestra producción literaria hasta ahora
apenas vislumbrada y muchas veces sin registrar. Por prejuicio y por pereza.
El autor se metió con un tema que lo obsesionaba y nos abrió un mundo.
Ésa es la sensación maravillosa. Sólo la publicación hace más de cincuenta
años del estudio pionero de Antonio Pagés Larraya sobre los Cuentos fantásticos
de Eduardo L. Holmberg en la colección El Pasado Argentino de
Solar-Hachette nos sirve de referencia pionera.
Porque pasa eso: de pronto, mientras uno lee, el nítido pero semidesértico
paisaje de la literatura narrativa argentina del siglo XIX que nos han
descripto desde el canónico Rojas comienza a poblarse y repoblarse, a cobrar
un color, un sentido, una vivacidad que acaso se podía intuir pero no necesariamente
tener tan presente. Y no sólo eso: vemos y entramos a las librerías
porteñas, hojeamos los diarios y revistas, nos metemos en los teatros. El resultado
es maravilloso, excitante.
Si Jorge B. Rivera nos enseñó hace tiempo que mucho de lo mejor y más
interesante de la literatura argentina estaba en los repositorios que acumulaban
ejemplares de revistas y obras de autores olvidados por el canon; si hace
un tiempo, el pionero y consecuente Eduardo Romano analizó como nadie
nunca antes ese momento de profesionalización del escritor rioplatense que
se ejemplifica la producción de los narradores costumbristas en la Caras y
Caretas de la vuelta del siglo; si hace poco Román Setton estudió, contextualizó
y reeditó las primeras novelas de Raul Waleis y nos recordó que el policial
argentino tiene mucho para decir ya en esa época, ¿qué pasa ahora? ¿Así que
además de la gloriosa gauchesca, la solitaria Amalia, El Matadero, el ciclo
de la Bolsa, Cambaceres y la novela naturalista, y los folletines criollos de Gutiérrez,
en el siglo XIX había todo esta ficción desaforada? Qué bueno.
No es cuestión de ponerse aquí a señalar las revelaciones y maravillas que
este infinito tratado depara. Queda a cada uno de los lectores emprender la
aventura, porque una de las singularidades de este libro insólito (como su
objeto) es que el autor no solo transcribe segmentos significativos sino que
cuenta las historias… Sí, las cuenta, como un narrador oral entusiasmado,
deseoso de mantener la atención del lector. O, mejor y más justamente aún,
como un investigador serio que quiere dejar testimonio explícito de que conoce
de qué habla, de que no está citando algo que no leyó. Como a la guitarra
lorquiana, a Abraham es imposible callarlo. Todo un (saludable) caso.
Finalmente, quisiera marcar tres o cuatro cosas que pueden ser de interés
para el que recién se mete en el tema. La larga y meticulosa introducción
–con conceptos teóricos y puntualizaciones detalladas– vale por
sí sola. Es de gran utilidad para quien quiera tener un panorama amplio
de las especies y subespecies literarias implicadas en el estudio; tanto su
génesis y apogeo universales –con referencia a autores y obras centrales–
como su anclaje y desarrollo locales. La influencia reiterada y prolongada
en el tiempo de autores como Hoffmann, Poe, Verne y la omnipresente Ann
Radcliffe está ampliamente documentada.
En cuanto al trabajo puntual de rastreo de textos nacionales, la perspectiva
adoptada por el autor hace que ciertos escritores reconocidos y encuadrados en
estrechos aunque relevantes casilleros por sus obras más importantes, se manifiesten
imprevistos cultores / lectores / conocedores de lo fantástico y / o mistérico:
un cuento del joven Sarmiento en El Zonda, ya en 1839; después, su utopía
“estática” Argirópolis; el Mefistófeles inconcluso de Echeverría, la compleja
Peregrinación de Luz del Día de Alberdi, o cuentos no tan transitados
ni conocidos de Cané, Groussac, Wilde y Mansilla son ejemplares al respecto.
Otra singularidad es el primerísimo lugar que ocupan las escritoras en el
cultivo de distintas formas de la modalidad: no sólo la prolífica Juana Manuela
Gorriti, pionera –entre otras muchas cosas– del género, sino también
Eduarda Mansilla de García y una sorprendente lista de cuentistas que dejaron
mucha obra habitualmente bajo seudónimo. Impresionante, todo ese
universo narrativo.
Y después está lo que es acaso fundamental, la presentación pormenorizada
y minuciosa de la obra –a menudo dispersa, a veces precoz y luego malograda,
muchas veces secreta– de un par de docenas de autores virtualmente desconocidos
o mal conocidos excepto por los especialistas. A veces, incluso, se
trata de textos que no llegaron a la imprenta, de folletos o publicaciones semi
privadas. No importa. Si uno enumera sin orden ni concierto los nombres de
Torres Gutiérrez, Valdés, Morante, Duteil, Monsalve, Olivera, Rivarola, Candelón,
López de Gomara, Ezcurra, Larrain, Alcántara, Sioen, Torres y Quiroga
y un largo etcétera que incluye otros tantos nombres y otros tantos múltiples
seudónimos, tendrá una idea aproximada de la riqueza del panorama desplegado
por Abraham ante la mirada absorta, admirada, del lector.
A esta altura, no es necesario decir / escribir, que felicito a quienes han
hecho posible que este libro único, dedicado a todo tipo de curiosos, se publique.
Es un texto de consulta, con miles (sic) de notas al pie, hecho con la
pasión desaforada de un investigador y lector de envidiable consecuencia.
Creo que es muy bueno para la cultura argentina que esta obra de Abraham
exista y circule, y yo estoy feliz de que me haya tocado presentarla, aunque
más no fuera con esta aproximación menos crítica y analítica que puramente
sentimental. Es decir: estoy tan cómodo en la posición del lector agradecido
que sólo me cabe invitar a todos a compartir este placer conmigo.
Juan Sasturain, febrero de 2015.

Contenido
Prólogo - Breves consideraciones sobre un libro monstruoso . . 9
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .13
Los inicios . . 60
Los periódicos gótico-políticos . .107
Domingo Faustino Sarmiento . .135
Julián Augusto Díaz de Vivar . .143
Juana Manuela Gorriti . . . . . . . . . . . . . . . . . .146
Nicanor Larrain . . . . .170
Juan Bautista Alberdi . . . . . . . . . . . . . . . . . .176
Eduardo Ladislao Holmberg . . . . . . 183
Casimiro Prieto Valdés y el Almanaque Sudamericano 245
Miguel Cané . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 254
Achilles Sioen . . 260
Tres cosmogonías . . . . . 269
Manuel Míguez . . 275
Luis V. Varela . . 279
Eduarda Mansilla de García . . 284
Raimunda Torres y Quiroga . . . 299
Carlos Monsalve . . . . . . . . . . . . 336
Justo S. López de Gomara . . . . . . 348
La vida en el Polo . . . . . . . . . . 364
El laboratorio infernal . . . . . . . . . 366
Enrique Rivarola . . . . . . . . . 373
Alejandro Candelón . . . . 380
Bartolomé Mitre y Vedia
Carlos Olivera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 396
Eduardo de Ezcurra . . . 405
Aureópolis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 422
En Phantasilia . . 425
Florencio de Basaldúa . . . . . 432
Eugenio Troisi . . . . . . . . . . . . . . . 440
Damián Menéndez . . . 450
Ignacio H. Fotheringham . . . . . . 457
Silverio Domínguez . . 463
Guillermo Enrique Hudson . . . 473
Los esporádicos . . 482
Las fantasías románticas y posrománticas . . 503
El relato fantástico y de ciencia ficción en periódicos y revistas . 511
Dos polémicas sobre el fantástico . . 580
El teatro fantástico y de ciencia ficción . . 586
Conclusión . . . . . . . 603
Apéndice I . . . . . . . . . .621
Apéndice II . . 679
Apéndice III . . .

Afinidades electivas
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