Cuando leemos -o nadamos, o navegamos, o barrenamos, o surfeamos, o buceamos- Las olas y el viento, notamos que, además una coincidencia generacional, hay un sensible más o menos común en cuanto a las ideas de poesía que trae esta marea. Nosotros no leemos poesía. Es al revés: Ella nos lee a nosotros. Nos abduce, nos estudia y cuando nos devuelve, ya no somos los mismos. Para estos poetas, no hay escapatoria. Manejan una especie de fuerza impetuosa y perseverante, como la potencia de un oleaje: la idea de la que la poesía no se va a abarcar nunca, de que pase lo que pase -quién lo hubiera dicho: Bécquer tenía razón- "habrá poesía". EL viento, por otro lado, como aquello que rejunta, que reúne las voces y las poliniza. Me gusta pensar que los autores de esta antología forman, de hecho, una red de escuchas; que todos, o casi todos, alguna vez, han escuchado la voz del otro, ya sea en un recital o en una conversación. La poesía, por último, como algo fuertemente vincular, que remite a un carácter presencial de los cuerpos en un mismo tiempo, en un mismo lugar.