«La vejez sí es un tema para el heroísmo. Requiere mucho valor», dice Francesca Stubbs, la protagonista de esta novela. Fran pasa de los setenta, aunque goza de salud y autonomía, y a pesar de que hace tiempo que debería estar jubilada, trabaja gustosa para una institución benéfica que ofrece asistencia a ancianos que deben afrontar toda clase de penurias. Las personas que la rodean -su amiga Josephine, su exmarido Claude.- se ven abocadas a luchar por salvaguardar la dignidad en el último tramo de su existencia, una existencia que, más que disfrutarse, se sobrelleva en un carrusel de achaques y limitaciones de todo tipo. Así las cosas, Fran será una suerte de Virgilio -un Virgilio cercano, enamorado de los pequeños placeres de la vida- que guiar al lector por los infiernos, a menudo convertidos en un tabú, de la vejez. Porque uno diría que el tabú definitivo es la vejez, antes incluso que la muerte: la fragilidad y el irremediable declive, la verguenza que se deriva de ello, y ese educado olvido al que son relegadas las personas mayores por una sociedad en la que ya no encajan.
Llega la negra crecida es un libro profundo, por momentos sarcástico, con ecos de Simone de Beauvoir y Samuel Beckett, por el que discurre una emotiva e inolvidable galería de personajes acosados por la muerte y el desastre -siempre inminentes cuando uno ha traspasado ese non plus ultra de lo provecto- que se aventuran a vivir la vida lo mejor que pueden y con la misma urgencia que los demás. Y por eso la obra de Drabble es tan valiente, tan hermosa: porque lleva a cabo la revolucionaria idea de tratar a los ancianos como personas, porque habla desde la comprensión y el amor. Una novela que plantea qué es una buena vida y, por lo tanto, qué es una buena muerte.