Prefacio
El eje específico de mis iniciativas filosóficas se modificó durante el período en que los artículos aquí reunidos fueron escritos. A lo largo de unos cuantos años, mi trabajo se guió por un sostenido interés en ciertos problemas metafísicos y epistemológicos de la filosofía de Descartes. Lo siguió más adelante una preocupación igualmente concentrada por varios tópicos interrelacionados de la filosofía moral por lo que a mi juicio puede conceptualizarse de manera plausible como antropología filosófica. Descartes tiene algo que decir sobre esos tópicos, pero no fue eso lo que me condujo a ellos; en rigor, nunca me interesé demasiado en esos aspectos de su pensamiento. Mi atención se modificó en forma accidental debido a factores no relacionados con la trayectoria de mis estudios cartesianos.
Si no recuerdo mal, lo que me llevó ante todo al estudio del pensamiento de Descartes fue una curiosidad esperanzada acerca del verdadero valor de su dedicación ostensiblemente inexorable al escepticismo metodológico. En las primeras páginas del 'Discurso del método', Descartes afirma: "Yo sentía siempre un vivo deseo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis acciones y caminar con seguridad en esta vida". Ése fue también mi más vivo deseo. Por otra parte, mi propia naturaleza me inclinaba al mismo tipo de duda sobre el mundo y sobre sí que Descartes se proponía utilizar de manera constructiva contra ellas mismas. Su reputación como "racionalista", su lúcido estilo y el hecho de que sus libros fueran breves lo hacían aun más atractivo. Mis esfuerzos sostenidos por recuperar la vitalidad de su pensamiento y rastrear los entresijos y profundidades de éste me enseñaron más filosofía de la que he podido aprender por cualquier otra vía.
Pese a toda su insistencia en la primacía de la 'razón', Descartes -al menos tal como yo lo entiendo- presenta el éxito de una indagación como el resultado de tropezar con irresistibles restricciones a la 'voluntad'. En definitiva, los rasgos inherentes de las verdades racionalmente respaldadas no satisfacen las exigencias de la razón ni proponen una reivindicación decisiva de sus pretensiones. La identificación de esos rasgos sólo puede resolver nuestros interrogantes en virtud de un hecho atinente a nosotros mismos. El origen y la justificación indispensables de nuestra confianza en la razón y en las verdades contingentes y eternas que ella nos permite establecer se encuentran en la circunstancia de que somos -cuando nuestra atención está disciplinada como corresponde- literalmente incapaces de negar asentimiento a lo que nos parece carecer de una alternativa coherente desde un punto de vista lógico. La teoría del conocimiento de Descartes se funda en su reconocimiento de que sencillamente no podemos evitar creer lo que percibimos de manera clara y distinta. Para él, el modo de necesidad más fundamental para la empresa de la razón no es lógico sino volitivo: una obligación de la voluntad.
La significación de la necesidad volitiva en nuestra vida no se limita en modo alguno, desde luego, a su papel en la cognición. También tiene una notoria pertinencia en nuestras actitudes, decisiones y acciones. En lo que atañe a éstas, mucha gente ha creído que la restricción de la voluntad del agente menoscaba su libertad y en última instancia puede ser completamente incompatible con ella. En mi opinión, las cosas distan de ser así. El imperio de la necesidad volitiva puede representar, en determinados asuntos, una condición esencial de la libertad; a decir verdad, puede ser en realidad liberador en sí mismo. Varios de mis artículos se consagran a examinar el modo como las necesidades volitivas de uno u otro tipo facilitan o son esenciales para una autonomía que, podría suponerse, es disminuida o impedida por ellas.
En años recientes he llegado a sentirme insatisfecho con lo que me parece un enfoque excesivamente panmoralista, adoptado por muchos filósofos para tratar problemas vinculados con la normatividad práctica. Para la mayoría de la gente, la relevancia de sus obligaciones morales como restricciones legítimamente vinculantes o determinantes convenientes de la decisión y la conducta es bastante limitada. La opinión de la moral en lo concerniente a cómo vivir y qué hacer es importante, pero su importancia suele exagerarse; y en todo caso hay que decir otras cosas también importantes. Creo que los filósofos deben prestar mayor atención a los problemas correspondientes a un ámbito ocupado en parte por ciertos tipos de pensamiento religioso: problemas que tienen que ver con aquello por lo que la gente debe preocuparse, con su compromiso con los ideales y con el papel proteico de los distintos modos de amor en nuestra vida. Estas cuestiones personales -a las cuales se dedican algunos de los últimos artículos de este volumen- tienen en general mayor pertinencia para nuestras perplejidades normativas más urgentes; me parece, además, que requieren un esclarecimiento conceptual considerablemente mayor que los problemas referidos a la obligación y la virtud, que constituyen gran parte del repertorio convencional de la filosofía moral contemporánea.
En casi toda mi obra procuré mantenerme en estrecho contacto con los problemas y las líneas de pensamiento que puedo reconocer y apreciar no sólo como filósofo profesional sino también -y sobre todo- como un ser humano que trata de hacer frente de una manera modestamente sistemática a las dificultades corrientes de una vida meditada. En ocasiones se afirma que la filosofía analítica en la que me eduqué, y a cuyo 'ethos' y cánones de vida intelectual aún me afano en mayor o menor medida por adherir, es poseedora de ciertas nuevas herramientas y técnicas especialmente eficaces, que al parecer le permiten alcanzar una penetración y un rigor invalorables, pero que también la distancian de manera ineluctable de los no iniciados. No tengo idea de cuáles deben ser esas notables herramientas y técnicas, y estoy bastante seguro de que no las cuento en mi arsenal.
Es cierto que un trabajo serio sobre los problemas de la vida y el pensamiento humanos, aunque parta del sentido común, debe por fuerza consagrarse a hacer investigaciones laboriosamente detalladas de una diversidad de enigmas y complejidades poco familiares. Los resultados de esas investigaciones podrían no ser fáciles de entender, a menos que fueran superficiales; ¿cómo habrían de ser entonces dignos de mérito? Por otra parte, no hace falta que sean arcanos; y me cuesta imaginar qué herramientas y técnicas especiales podría suponerse que requieren. Con seguridad, no es necesario haberse formado en ninguna tradición o aptitud filosófica muy distintiva para ser capaz de pensar con claridad, razonar con cuidado y mantener los ojos bien fijos en la pelota.