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Tapa del libro TODAS LAS CRÓNICAS

TODAS LAS CRÓNICAS

Ver Biografía

No Disponible No disponible

Autor: LISPECTOR, CLARICE

Origen: España

Editorial: SIRUELA

ISBN: 9788418708466

Origen: España

$ 59100.00 Icono bolsa

59.10 U$S 65.67

Sinopsis
«Clarice Lispector es la escritora brasileña más estudiada de su siglo, y no solo en su país de origen. Pero el misterio es parte del universo clariceano y hay que partir de él para comprender la especificidad de su obra».
Anna Caballé, El País

Desde Machado de Assis, la literatura en Brasil ha contado siempre con una fructífera tradición de grandes cronistas entre los que por supuesto no podía faltar el nombre de Clarice Lispector, sin duda la escritora brasileña más influyente del siglo XX.

Este volumen, que reúne la totalidad de sus ya legendarias colaboraciones en el Jornal do Brasil escritas entre 1967 y 1973, incluye además más de un centenar de textos inéditos publicados en otros diarios y revistas, ofreciéndonos así una panorámica completa de su labor como cronista. En estos textos, Lispector se nos muestra en una doble vertiente: por un lado, como el ama de casa enfrentada a los más prosaicos problemas domésticos la administración del presupuesto familiar, la sopera que hay que devolver, la mudez crónica del teléfono, la educación de los hijos; pero, al mismo tiempo, aparece también como una voz honesta y cercana que nos habla sobre el amor y la muerte, sobre el paso del tiempo, las incógnitas del «yo» y la revuelta contra la resignación cotidiana. En definitiva, una Clarice íntima y brillante, capaz de transformar el hecho cotidiano en pura metafísica, en auténtica literatura.



Prólogo
Ni una coma
Aquel viernes 18 de agosto de 1967 fue especialmente tenso en la
redacción del Caderno B. Pesaba sobre nosotros una doble responsabilidad, inaugurar a la mañana siguiente el suplemento de
los sábados y presentar a Clarice Lispector como cronista.
Ella dijo enseguida que vendría. Rompiendo con la costumbre
de la crónica tradicional, ocupó su espacio en la segunda página
con varios textos cortos, una auténtica muestra de los que serían
los temas principales a lo largo de los próximos seis años: la relación madre-hijo, la rebelión contra la resignación, la búsqueda
del yo, la trastienda del pensamiento y la transformación de lo
cotidiano en pura metafísica. A Clarice me la adjudicaron desde
el principio. El director del Caderno parecía temerla, sentía por
ella una devoción que podía parecer torpeza. Le tranquilizó que
me encargara yo de recibirla cuando viniera eventualmente al periódico, de comunicarme con ella, de atender el teléfono cuando
llamaba.
Y, sobre todo, de recibir y hacerme responsable de sus textos.
Me alegró el encargo. La admiraba desde la adolescencia, y
ahora llegarían a mis manos textos semejantes a aquellos que había leído en su sección «Childrens Corner» de la revista Senhor.
No creo que Clarice recordara que ya nos conocíamos, o mejor, que ya la conocía. Era todavía novata en el Jornal do Brasil el
día en que un amigo común, el periodista Yllen Kerr, me dijo que
iba a visitarla, y me preguntó si le quería acompañar. Fuimos. La
empleada abrió la puerta, nos sentamos en el salón en penumbra.
Clarice se demoró lo justo para ser deseada. Y apareció.
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Tal vez por estar yo sentada, me pareció aún más alta de lo
que era. Tenía una presencia imponente. Y era consciente del
impacto que causaba su extraña belleza. En ella nada era casual,
elegía todo cuidadosamente; en los años siguientes no la vi nunca sin maquillaje. La conversación transcurrió solo entre ella e
Yllen, una conversación llena de pausas, a tientas, como si ambos
caminaran sobre un hilo. Ella hacía pausas que él no se atrevía
a interrumpir o que interrumpía justo cuando ella retomaba el
discurso, entonces se detenían los dos unos instantes esperando
el próximo paso. Yo, muda, la observaba, siguiendo los gestos
de sus manos, fijándome en la elección de las pulseras sin brillo,
como antiguas o rústicas, en la ropa oscura que se fundía con la
oscuridad del salón, solo una lámpara encendida. No fue una
visita larga ni íntima, pero fue inolvidable para mí.
Y porque Alberto Dines, editor jefe del Jornal do Brasil, la
había invitado a colaborar en el Caderno B, resultaba que aquella
escritora maravillosa me pedía que tratara sus textos con esmero.
Como si fuera posible no hacerlo.
Al principio, vino algunas veces a la redacción. Después, nunca más. Enviaba los textos a través de una empleada, en un sobre
grande de papel marrón, siempre igual, firmado con aquella letra
complicada, la única letra que le permitía el incendio que le había
lisiado la mano derecha.
Y cada vez que me extendía el sobre, la empleada repetía la
petición de Clarice, que llevara cuidado con sus textos, porque
los necesitaba y no tenía copia. Pero yo no oía la voz de la empleada, sino la suya, que tantas veces me había hablado por teléfono, con esa manera suya de moler las erres en la garganta, de
su incapacidad de usar papel carbón, porque «el papel carbón se
arrruga». Yo repetía mentalmente el «arrruga» y duplicaba los
cuidados.
Decidimos que una caja separada junto a la mesa de la edición
recibiría solo la colaboración semanal de Clarice. Y conduje a la
empleada hasta aquella especie de nido, para que le transmitiera
a Clarice el cariño especial con el que era tratado su trabajo. Aun
así, la empleada siguió repitiendo el mantra, que servía más para
tranquilizar a la propia Clarice que para ponernos en aviso.
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Años después, al encontrar algunos de aquellos textos con
los que había tratado tan íntimamente trasladados a alguna novela, entendí más hondamente por qué el hecho de no tener
copia dejaba a Clarice tan desamparada. Cualquier frase podía ser insustituible en un futuro, no se podía perder ninguna.
Como editora de mesa del Caderno B, tenía el privilegio de leer
a Clarice antes de que bajasen el texto al taller. Hacía mínimas
correcciones de errores de mecanografía, solo eso. Ni siquiera
era necesario. No obstante, otra de sus peticiones constantes era
que prohibiésemos a los correctores tocar sus comas. «Mi puntuación dijo más de una vez es mi respiración». Y durante
todos los años que permaneció en el Caderno B, Clarice pudo
respirar tranquila, no se le tocó ni una coma.
Marina Colasanti
41
Jornal do Brasil
1967
LOS NIÑOS PESADOS
No puedo. No puedo pensar en la escena que visualicé y que es
real. A un niño de noche le duele el hambre y le dice a la madre: tengo hambre, mamá. Ella responde con dulzura: duerme.
Él dice: pero tengo hambre. Ella insiste: duérmete. Él dice: no
puedo, tengo hambre. Ella repite, exasperada: duérmete. Él insiste. Ella grita dolorida: ¡duérmete, pesado! Los dos callan en
la oscuridad, inmóviles. ¿Se habrá dormido?, piensa ella bien
despierta. Él tiene demasiado miedo para quejarse. En la noche
negra los dos están despiertos. Hasta que, de dolor y cansancio, ambos se adormecen, en el nido de la resignación. Yo no
soporto la resignación. Ah, con qué hambre y placer devoro la
revuelta.
LA SORPRESA
Mirarse al espejo y decirse deslumbrada: qué misteriosa soy. Soy
tan delicada y fuerte. Y la curva de los labios mantiene la inocencia.
No hay hombre o mujer que no se haya mirado por casualidad al espejo y no se haya sorprendido consigo mismo. Durante
una fracción de segundo nos vemos como un objeto que puede
ser mirado. A esto podría llamársele tal vez narcisismo, pero yo
lo llamaría alegría de ser. Alegría de encontrar en la figura exte-
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rior los ecos de la figura interna: ah, entonces es verdad que no
me he imaginado, yo existo.
JUGAR A PENSAR
El arte de pensar sin riesgo. Si no fuese por los caminos de emoción a los que nos lleva el pensamiento, pensar ya habría sido catalogado como una de las formas de diversión. No se invita a los
amigos a jugar a eso porque hacemos tanta ceremonia con el pensar. Lo mejor es invitarlos solo a una visita, y, como quien no quiere la cosa, ponerse a pensar a la vez, bajo el disfraz de las palabras.
Eso como juego ligero. Porque para pensar profundamente
que es el grado máximo de este hobby es necesario estar
solo. Porque entregarse a pensar es una gran emoción, y solo
nos atrevemos a pensar ante alguien cuando la confianza es tan
grande que no nos sentimos incómodos al usar, si es necesario, la
palabra otro. Además se exige mucho a quien nos ve pensar: que
tenga un corazón grande, amor, cariño, y la experiencia de haberse entregado a pensar también. Se exige tanto de quien escucha
las palabras y los silencios como se exigiría para sentir. No, no es
verdad. Para sentir se exige más.
Bueno, pero, en el caso de ese pensar como diversión la ausencia de riesgos lo pone al alcance de todos. Algún riesgo tiene,
claro. Se juega y se puede salir con el corazón triste. Pero, de una
manera general, una vez tomadas las precauciones intuitivas, no
hay peligro.
Como hobby presenta la ventaja de ser por excelencia portátil.
Aunque en el aire sea mejor, creo yo.
A ciertas horas de la tarde, por ejemplo, cuando la casa llena
de luz más parece que haya sido vaciada por la luz, mientras toda
la ciudad se estremece de trabajo y solo nosotros trabajamos en
casa pero nadie lo sabe, a esas horas en las que la dignidad se
recuperaría si tuviésemos un taller de reparaciones o un salón de
costura, a esas horas se piensa. Así: se empieza allí dónde estés,
aunque no sea por la tarde; de noche no lo aconsejo.
Una vez, por ejemplo cuando aún mandábamos la ropa a lavar fuera, yo estaba haciendo la lista. Tal vez por la costumbre
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de poner títulos o por un repentino deseo de tener un cuaderno
limpio como en la escuela, escribí una lista de... Y en ese instante
el deseo de no ser seria llegó. Esta es la primera señal del animus
jugandi, en el tema de pensar como hobby. Y escribí ingeniosa:
lista de sentimientos. Lo que quería decir con esto tuve que dejarlo para después; otra señal de estar en el buen camino es no
preocuparse por no entender; la actitud debe ser: no se pierde
nada por esperar, no se pierde nada por no entender.
Entonces empecé una lista de sentimientos cuyo nombre desconozco. Si recibo un regalo ofrecido con cariño por alguien que
no me gusta ¿cómo se llama lo que siento? La nostalgia que se
siente por alguien que ya no nos gusta, esa pena y ese rencor,
¿cómo se llaman? Estar ocupada y de repente parar porque hemos sido poseídos por una repentina pereza esclarecedora y feliz,
como si la luz de un milagro hubiese entrado en la sala: ¿cómo se
llama lo que se siente?
Pero tengo que advertirlo. A veces se empieza jugando a pensar y de repente el juguete empieza a jugar con nosotros. No es
bueno. Solo es fructífero.
ASTRONAUTA EN LA TIERRA
Con muchísimo retraso, reflexiono sobre los astronautas. O mejor, sobre el primer astronauta. Casi al día siguiente del viaje de
Gagarin, nuestros sentimientos estaban ya atrasados en contraposición a la velocidad con la que nos superó el acontecimiento.
Pues es ahora cuando recapacito, con muchísimo retraso, sobre
el asunto. Un asunto difícil de considerar.
Un día un niño, advertido de que la pelota con la que jugaba
caería al suelo y molestaría a los vecinos de abajo, respondió: qué
va, el mundo ya es automático, cuando una mano lanza al aire la
pelota, la otra ya es automática y la coge, no cae.
El problema es que nuestra mano no es aún suficientemente
automática. Gagarin ascendió con miedo, porque si lo automático del mundo hubiese fallado, la pelota habría hecho algo más
que fastidiar a los vecinos de abajo. Mi mano poco automática
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tembló asustada ante la posibilidad de no ser lo bastante rápida
y dejar que me escapara el «acontecimiento astronauta». La responsabilidad de sentir fue grande, la responsabilidad de no dejar
caer la pelota que nos han lanzado.
La necesidad de hacer todo un poco más lógico que de alguna manera equivale a más automático me lleva a investigar
meticulosamente el terror que se apoderó de mí:
De ahora en adelante, cuando me refiera a la Tierra, no volveré a decir indiscriminadamente «el mundo». «Mapa mundial»
lo consideraré una expresión poco apropiada; cuando diga «mi
mundo» recordaré con un sobresalto de alegría que también mi
mapa debe rehacerse, y que nadie me garantiza que, visto desde
fuera, mi mundo no sea azul. Consideraciones: antes del primer
astronauta, habría sido apropiado que alguien dijera, refiriéndose
a su propio nacimiento, «vine al mundo». Pero hace poco tiempo
que nacimos para el mundo. Casi avergonzados.
Para ver el azul, miramos al cielo. La Tierra es azul para
quien la mira desde el cielo. ¿Será el azul un color en sí mismo o
una cuestión de distancia? ¿O de nostalgia? Lo inalcanzable es
siempre azul.
Si yo fuera el primer astronauta, mi alegría solo se renovaría
cuando un segundo hombre volviese allá desde el mundo. Porque también él habría visto. Porque «haber visto» no es sustituible por ninguna descripción: haber visto solo es comparable con
haber visto. Mientras que cualquier otro ser humano no hubiera
visto también, habitaría en mí un gran silencio, incluso hablando.
Consideración: supongo la hipótesis de que alguien en el mundo
ya haya visto a Dios. Y no haya dicho una palabra. Porque si
ningún otro lo ha visto, es inútil hablar.
El gran favor del azar: estar aún vivos cuando el gran mundo comenzó. Respecto a lo que viene: debemos fumar menos, y
cuidarnos más, para tener más tiempo y vivir y ver un poco más;
y meterles prisa a los científicos, porque nuestro tiempo personal
apremia.

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