Tres fueron los hombres que se enfrentaron al embrujo de las sirenas, esas extrañas aves que atraían irremediablemente a los marineros con su canto: Ulises, que tomó la precaución de hacerse atar de pies y manos al mástil de su navío, escuchó y sobrevivió; Orfeo, que en la expedición de los Argonautas vislumbró el mortal peligro de su música y lo neutralizó con las notas de su cítara; y Butes, navegante y compañero del anterior en la misma aventura, que sucumbió al hechizo y se arrojó de la nave. Quignard rescata el acto de este personaje marginal de la mitología griega, «un olvidado del recuerdo del mundo», sin pretender jamás descifrarlo. Lo utiliza como paradigma de la «renuncia a la sociedad de los que hablan». Mientras que Ulises se las arregla para no renunciar a nada -consigue escuchar a las sirenas y también regresar a casa-, Butes accede al gran silencio mediante una música animal, que se opone a la bella mesura de la música órfica. En la misma línea de Michelstaedter, Quignard plantea la dicotomía de elegir entre el salvaje nihilismo del instante o la cómoda muerte a manos de las normas sociales por anquilosamiento. En estos tiempos en los que hasta la propia disidencia está definida como parte de la renovación del sistema, existen por fortuna, a manera de respiro, algunos antiguos contemporáneos como Quignard, uno de los pocos «escritores más silenciosos que los demás, en páginas más mudas todavía».