Desde hace treinta años, David Byrne se mueve por Nueva York en su bicicleta. Y cuando viaja por el mundo para dar un concierto, grabar un disco o montar una instalación, añade a su equipaje una bicicleta portátil. Y siempre procura tener tiempo para perderse pedaleando por las callejuelas de cada ciudad. Sus Diarios de bicicleta son postales urbanas llenas de color y música. Notas sueltas sobre barrios, edificios, galerías, bares, calles, monumentos, prostíbulos, puentes, casas, parques, además de bocetos ágiles de los habitantes de estos rincones. Denver desolado; Berlín escondiendo la sordidez en su fanatismo de orden; suburbios que veneran el shopping, arquitecturas desalmadas; manantiales de creatividad. El artista medita sobre la censura, la memoria, los estereotipos, la violencia. Apuntes sobre el arte y la música de cada vecindario visitado. Las estampas que dibuja son también un discreto alegato a favor de la ciudad. Byrne sabe bien que el cemento, el vidrio y la piedra (para invocar otra canción suya) nos esculpen. Las calles, los barrios, los árboles en las veredas, las glorietas nos dan forma. Byrne disfruta de los numerosos sabores de lo urbano: el anonimato que permiten las grandes concentraciones y la intimidad de ciertos barrios. El trazo caminable y cierto desorden excitante, incluso el peligro que acelera la sangre. Ciudades vivas, sensibles, en movimiento. Observar una ciudad, involucrarse en ella es uno de los grandes gozos de la vida. Es parte, dice Byrne, de lo que significa ser humano.