El 8 de mayo de 1958 llegó a la cartelera estadounidense Drácula, una producción británica libremente basada en la novela de Bram Stoker. A raíz de dicho estreno, un colaborador del Observer escribió: Lamento oír que Drácula está siendo proyectada en América mientras insisten en su origen británico, y me siento inclinado a disculparme ante todos los americanos decentes por mandarles una obra de tan enfermizo mal gusto. El film se estrenó en Inglaterra un mes más tarde, cosechando un éxito parejo y críticas no menos acres: Una sociedad cuerda no puede tolerar estas películas, se leía en las páginas de Sight and Sound. Hubo quien la acusó de pornográfica.
A partir de un guion de Jimmy Sangster, Drácula llevó a cabo una radical reinvención del mito, que Terence Fisher potenció con una puesta en escena tan pragmática como inspirada. En sus manos, el vampiro dejó de ser una simple alimaña para recuperar su carácter polisémico: el conde transilvano es un enemigo de la Fe, una demonización del Otro, un representante de un régimen latifundista y agrario ya periclitado y, por encima de todas las cosas, un monstruo sexual. (Acaso la acusación de pornografía no estuviera completamente fuera de lugar). El vampiro libera a sus víctimas de toda atadura moral y las induce a entregarse sin ningún freno a sus impulsos. Uno de los apuntes más sugerentes del mito es que el vampiro no despierta ningún apetito que su víctima no tuviera previamente.
En Drácula. La realidad y el deseo, José Abad acomete el estudio de una película que ha escrito un capítulo significativo en la Historia del Cine.