Las adivinanzas están lejos de ser un simple entretenimiento infantil, por más que deleiten a los niños y posean la virtud de sumergir al adulto en la magia de esa edad. Al poseer toda la esencia de la metáfora, comulgan con la poesía. Al preferir el camino intrincado, elíptico, al recto, ponen a prueba el ingenio del receptor y su sentido de orientación mental, hasta el punto de que lo más frecuente no es acertar, sino equivocar la solución, por lo que se presentan como verdaderos enigmas a resolver.
Al parecer, se habrían originado en el Antiguo Egipto, de donde pasaron a los hebreos y se extendieron a la India y otros países de Oriente. Los griegos llegaron a tener una gran afición por ellas, hasta el punto de incorporarlas a su mitología, como el caso de la Esfinge. Los romanos también las cultivaron, y grandes poetas como Virgilio se ocuparon de ellas. Para el pueblo era una diversión edificante, que agudizaba el ingenio. Alcanzaron asimismo arraigo en África y Oceanía.
No se puede soslayar el papel pedagógico de la adivinanza, pues lleva a indagar en los atributos de un ser para buscar la solución, lo que desarrolla la conciencia analítica. La esencia del juego, fundamental en la infancia, potencia en el adulto ese sentido lúdico que es inseparable del arte y de la amplitud de espíritu.
En esta selección se privilegió el nivel poético y metafórico de los textos, sin tomar mayormente en cuenta su grado de difusión y antigüedad. Si bien las autoras se apoyaron en las más importantes colecciones de adivinanzas publicadas en Argentina, empezando por las de Lehmann Nitsche (1911) y Moya (1955), dedicaron varios años al trabajo de campo, para corroborar la vigencia actual de este valioso patrimonio cultural intangible y enriquecerlo con nuevos aportes.