La muerte siempre ha impactado profundamente al ser humano. Implica un misterio, un enigma que al mismo tiempo revela, en contraste, el signo de la vida. Más que en esta última, es en la primera donde se expresa con mayor nitidez la esencia del ser humano. El rostro de un hombre muerto es, por tanto, manifestación de vida, de aquella que dejó de ser pero que sigue siendo para quien lo mira: es eso lo que refleja la última mueca, lo que se desliza en los pliegues de piel inerte que componen el gesto eterno. Es entonces cuando un flujo de sensaciones, pensamientos, recuerdos, imágenes y reflexiones irrumpe en la mente y la atrapa en su lógica delirante, tal y como ocurre en esta breve pero intensa novela. Este libro es, pues, una evocación de lo que fue y una búsqueda de lo que se es a partir de la contemplación de un rostro -«un pedazo de tierra fragmentado en tres añicos»- del que en realidad no se sabe más que lo que produce en quien lo mira. Una simple imagen detrás de la cual no sabemos qué hay, un indicador de algo que sabemos qué es: eso es el rostro. De ahí la imposibilidad de decir lo que se está diciendo, reiterada a lo largo del texto, pues ese rostro no es otro más que el nuestro, el de todos, el del efímero hombre que avanza como una flecha hacia la muerte y que jamás podrá saber de qué está hecho.