"Un viernes, me acuerdo, te tocaba buscarme por el colegio. No apareciste. Yo tenía ocho años. Me quedé esperando. Una vez cada dos semanas me tocaba dormir en tu casa; tenía tantas ganas de verte que no quise moverme de la puerta. Al final el portero te llamó por teléfono; te habías olvidado. Cuando llegaste, una hora después, protesté que tenía frío y hambre. Más me habría valido cerrar la boca. Te pusiste furioso. Gritaste. Cuando estábamos en la calle me daba mucha vergüenza que gritaras. También me daba miedo; temía, sobre todo, que viniera un policía y te llevara. Gritaste que no aguantabas más mis exigencias. Gritaste, medio gimiendo, elevando los brazos al cielo, que la gente (en esos casos yo me convertía en un plural) no te dejaba vivir tu vida.
Entonces se te ocurrió una idea sublime. Te quitaste el saco. Me lo entregaste. Me diste todo lo que había en tu billetera. Al fin me diste también las llaves del auto. Te tiro a la cara todo lo que tengo, querías decirme, con tal que te metas tus exigencias donde te quepan. Eras D'Artagnan plantando tu guante en el rostro de un insolente. Te diste media vuelta y te fuiste. Yo me quedé clavado en mi lugar, con el saco que me llegaba hasta el suelo y las mangas que me tapaban las manos. Con los años esa imagen resume bastante bien tu idea del 'bello gesto': un boludo de casi cuarenta años que se aleja caminando, en camisa y sin un peso; un chico de ocho disfrazado con un saco enorme, un bollo de billetes que no sabe cómo usar y las llaves de un auto que no puede manejar. Ya no recuerdo cómo terminó todo. Supongo que al final mi madre se tomó un colectivo para venir a buscarme."