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Tapa del libro LA MARAVILLOSA VIDA BREVE DE OSCAR WAO

LA MARAVILLOSA VIDA BREVE DE OSCAR WAO

Ver Biografía

No Disponible No disponible

Autor: DIAZ, JUNOT

Origen: Argentina

Editorial: MONDADORI

ISBN: 978-987939799-2

Origen: Argentina

$ 1039.00 Icono bolsa

1.04 U$S 1.15

La vida nunca ha sido fácil para Oscar Wao, un dominicano dulce, obeso y algo desastroso que vive con su madre y su hermana en un gueto de Nueva Jersey. Oscar sueña con convertirse en un J.R.R. Tolkien dominicano y, por encima de todo, con encontrar el amor de su vida. Pero puede que nunca alcance sus metas debido a una extraña maldición presente en su familia desde hace generaciones; enviando a los Wao a prisión, predisponiéndolos a accidentes trágicos y, ante todo, al desamor.
Después del éxito internacional de Los Boys (Mondadori, 1996), Junot Díaz recrea, con humor, la experiencia de los dominicanos en Estados Unidos y la capacidad de perseverar en medio del desengaño amoroso y la pérdida




PRIMER CAPITULO:





/ / /








1

EL NERD DEL GUETO EN EL FIN
DEL MUNDO (1974-1987)


la edad de oro

Nuestro héroe no era uno de esos dominicanos de quienes
todo el mundo anda hablando, no era ningún jonronero ni fly
bachatero, ni un playboy con un millón de conquistas.

Y salvo en una época temprana de su vida, nunca tuvo mucha
suerte con las jevas (qué poco dominicano de su parte).

Entonces tenía siete años.

En esos días benditos de su juventud, Óscar, nuestro héroe,
era medio Casanova. Era uno de esos niñitos enamoradizos
que andan siempre tratando de besar a las niñas, de pegárseles
detrás en los merengues y bombearlas con la pelvis; fue el
primer negrito que aprendió «el perrito» y lo bailaba a la primera
oportunidad. Dado que en esos días él (todavía) era un
niño dominicano «normal», criado en una familia dominicana
«típica», tanto sus parientes como los amigos de la familia le
celebraban sus chulerías incipientes. Durante las fiestas –yen
esos años setenta hubo muchas fiestas, antes de que Washington
Heights fuera Washington Heights, antes de que el
Bergenline se convirtiera en un lugar donde solo se oía español
a lo largo de casi cien cuadras– algún pariente borracho
inevitablemente hacía que Óscar se le encimara a alguna niña
y entonces todos voceaban mientras los niños imitaban con
sus caderas el movimiento hipnótico de los adultos.

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Tendrías que haberlo visto, dijo su mamá con un suspiro
en sus Últimos Días. Era nuestro Porfirio Rubirosa4 en miniatura.


El resto de los niños de su edad evitaba a las niñas como si se
fueran portadoras del Captain Trips. Pero no Óscar. El pequeño
amaba las hembras, tenía «novias» a montones (era un niño,
digamos, macizo, con tendencia a la gordura, pero su mamá
le proporcionaba buena ropa y se ocupaba de que tuviera un
buen corte de pelo, y antes de que las dimensiones de su cabeza
hubiesen cambiado, ya tenía esos ojos brillantes y encantadores
y esas mejillas lindas, evidentes en todas las fotos). Las
muchachas –las amigas de su hermana Lola, las amigas de su
mamá, incluso su vecina Mari Colón, una empleada del correo
treintona que se pintaba los labios de rojo y caminaba como si
tuviera una campana por culo– todas supuestamente se enamoraban
de él. ¡Ese muchacho está bueno! (¿Importaba acaso
que fuera tan serio y que estuviera tan obviamente falto de

4. En los años cuarenta y cincuenta, Porfirio Rubirosa –o Rubi, como le
decían en los diarios– era el tercer dominicano más famoso del mundo (primero
estaba El Cuatrero Fallido, y luego la mismísima mujer cobra, María
Montez). Hombre buen mozo, alto y elegante cuyo «enorme falo causó estragos
en Europa y Norteamérica», Rubirosa era un picaflor del jet-set, que competía
en carreras automovilísticas, estaba obsesionado con el polo y era la cara
«feliz» del trujillato (porque, efectivamente, era uno de los subalternos más conocidos
de Trujillo). Un guapísimo hombre del mundo que también había
sido modelo alcanzó notoriedad cuando se casó con la hija de Trujillo, Flor de
Oro, en 1932, y aunque se divorciaron cinco años después, en el Año del Genocidio
Haitiano, logró estar a bien con El Jefe durante todo el largo tiempo
que se mantuvo el régimen. A diferencia de su cuñado Ramfis (con quien lo
asociaban con frecuencia), Rubirosa parecía incapaz de matar a nadie; en 1935
viajó a Nueva York para ejecutar la sentencia de muerte que El Jefe había dictaminado
contra el líder del exilio, Ángel Morales, pero huyó antes de que la
chapucería del intento pudiera llevarse a cabo. Rubi era el macho dominicano
clásico, rapaba con toda clase de mujer –Barbara Hutton, Doris Duke (que resultó
ser la mujer más rica del mundo), la actriz francesa Daniela Darrieux, y
Zsa Zsa Gabor– por nombrar solo a algunas. Como su socio Ramfis, Porfirio
también murió en un accidente automovilístico en 1965, cuando su Ferrari de
doce cilindros patinó y se salió de la carretera en el Bois de Boulogne (es difícil
exagerar el rol que desempeñan los carros en nuestra narrativa).
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atención? ¡Para nada!). En la RD, durante las visitas de verano
a su familia en Baní, se portaba de lo peor; se paraba frente a
la casa de Nena Inca y les gritaba a las mujeres que pasaban
(¡Tú estas buena! ¡Tú estas buena!) hasta que un Adventista
del Séptimo Día le dio las quejas a su abuela y ella terminó
con el desfile de éxitos de un golpe. ¡Muchacho del diablo!
¡Esto no es un cabaret!

Fue una verdadera época de oro para Óscar, que alcanzó su
apoteosis en el otoño de su séptimo año, cuando tuvo dos noviecitas
a la vez, su primer y único ménage à trois. Con Maritza
Chacón y Olga Polanco.

Maritza era amiga de Lola. De pelo largo y pulcro y tan
linda que podía haber interpretado a una joven Dejah Thoris.
Por su parte, Olga no era exactamente amiga de la familia.
Vivía en la casa al final de la cuadra, de la que la mamá de
Óscar se quejaba constantemente porque siempre estaba repleta
de puertorriqueños tomando cerveza en el portal (¿Qué
pasa? ¿No pudieron haber hecho eso en Cuamo?, preguntaba
malhumorada). Olga tenía como noventa primos, todos llamados
Héctor o Luis o Wanda. Y como su madre era una maldita
borracha (para citar textualmente a la mamá de Óscar),
algunos días Olga olía a culo, por lo que los chiquillos del
barrio le decían Mrs. Peabody.

A Óscar no le importaba que fuera o no fuera Mrs. Peabody,
pero le gustaba lo reservada que era, cómo lo dejaba
lanzarla al piso y fajarse con ella, y el interés que mostraba en
sus muñecos de Star Trek. Maritza era bella y ya, no hacía falta
motivación alguna, y siempre estaba presente, así que fue
realmente una idea genial que se le ocurriera tratar de estar
con las dos a la vez. Al principio fingió que era su héroe número
uno, Shazam, el que quería hacerlo. Pero después que
ellas dijeron que sí, él dejó esa vaina. No era Shazam: era él,
Óscar.

Aquellos eran días más inocentes, por lo que la relación
consistía en mantenerse cerca unos de otros en la parada de la
guagua, agarrarse de la mano a escondidas y darse besitos con


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mucha seriedad en los cachetes, primero a Maritza, después a
Olga, ocultos tras unos arbustos para que no los vieran de la
calle. (Mira a ese machito, decían las amigas de su mamá.
¡Qué hombre!)

El trío duró solo una maravillosa semana. Un día, a la salida
de la escuela, Maritza arrinconó a Óscar detrás de los columpios
y lo amenazó: ¡O ella o yo! Óscar le tomó la mano a
Maritza y le habló con solemnidad y gran lujo de detalles
sobre su amor por ella y le recordó que habían decidido compartir,
pero a Maritza le importó un carajo. Ella tenía tres hermanas
mayores y ya sabía todo lo que necesitaba sobre las posibilidades
de compartir. ¡Ni me hables hasta que te libres de
ella! Maritza, con su piel achocolatada y ojos achinados, ya
expresaba la energía de Ogún con la que arremetería contra
todo el mundo durante el resto de su vida. Óscar marchó a
casa taciturno, a sus muñequitos mal dibujados de antes de
la era coreana, al Herculoids y el Space Ghost. ¿Qué te pasa?, le
preguntó su mamá. Se estaba preparando para ir a su segundo
trabajo y el eczema que tenía en las manos las hacía parecer
harina sucia. Cuando Óscar lloriqueó: Las muchachas, Mamá
de León casi estalló. ¿Tú tá llorando por una muchacha? Y puso
a Óscar de pie con un jalón de oreja.

¡Mami, ya!, su hermana gritó, ¡para ya!

Su mamá lo tiró al piso. Dale un galletazo, jadeó, a ver si
la putica esa te respeta.

Si él hubiera sido otro tipo de varón, habría tomado en
cuenta lo del galletazo. No era solo que no tuviese un mode-
lo de padre que lo pusiese al tanto de cómo ser masculino
–aunque ese también era el caso– sino que carecía de toda
tendencia agresiva y marcial (a diferencia de su hermana, que
siempre estaba en plena lucha con los muchachos y con un
fracatán de morenas que odiaban su nariz perfilada y su pelo
lacio). Óscar tenía una calificación de cero en combate; incluso
Olga, con sus brazos que parecían palillos, podía haber
acabado con él. Nada de agresión e intimidación. Así que tuvo
que pensarlo. No es que se demorara demasiado. En fin, Ma


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ritza era bella y Olga no; Olga olía a veces a pis y Maritza no.
Maritza podía venir a su casa y Olga no (¿Una puertorriqueña
aquí?, su madre decía con desdén. ¡Jamás!). Su lógica matemática,
como la de los insectos, era de sí o no. Rompió con
Olga al día siguiente en el patio, con Maritza a su lado, ¡y cómo
lloró Olga! ¡Temblaba, con sus trapitos de segunda mano y con
unos zapatos cuatro números más grandes! ¡Se le salían los
mocos de la nariz y todo!

Años después, cuando él y Olga se habían convertido en
unos monstruos gordos, Óscar a veces no podía reprimir la
sensación de culpabilidad cuando la veía cruzar la calle a zancadas,
o con la mirada en blanco, cerca de la parada de la guagua
en Nueva York; no podía dejar de preguntarse cuánto
había contribuido la manera tan fría con que se separó de ella
a su actual desmoronamiento. (Recordaba que cuando se pelearon
no sintió nada; incluso cuando ella comenzó a llorar,
no se había conmovido. Le dijo: Don’t be a baby.)

Lo que sí le dolió fue cuando Maritza lo dejó a él. El lunes
después de mandar a Olga pal carajo, Óscar llegó a la parada
de la guagua con su lonchera de El planeta de los simios y descubrió
a la bella Maritza de manos con el feísimo Nelson Par-
do. ¡Nelson Pardo, que se parecía a Chaka de La tierra de los
perdidos! Nelson Pardo, tan estúpido que pensaba que la luna
era una mancha que a Dios se le había olvidado limpiar (de
eso se ocupará pronto, le aseguró a toda la clase). Nelson Par-
do, que se convertiría en el experto de robos a domicilio del
barrio antes de alistarse en los marines y perder ocho dedos de
los pies en la primera Guerra del Golfo. Al principio, Óscar
pensó que era un error, que el sol le cegaba los ojos y que no
había dormido lo suficiente la noche anterior. Se paró al lado
de ellos y admiró su lonchera, lo realista y diabólico que se veía
Dr. Zaius. ¡Pero Maritza ni le sonreía! Actuaba como si él no
existiera. Debiéramos casarnos, ella le dijo a Nelson. Y Nelson
hizo unas muecas morónicas, mirando hacia la calle para ver si
venía la guagua. Óscar estaba demasiado angustiado como
para hablar; se sentó en la acera y sintió una oleada aplastante


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que le subía del pecho y lo dejó cagao de miedo: antes de que
se diera cuenta, estaba llorando. Cuando su hermana Lola se
le acercó y le preguntó qué le pasaba, solo pudo sacudir la cabeza.
Mira al mariconcito, alguien se burló. Otro le pateó la
querida lonchera y la arañó justo en la cara del General Urko.
Cuando por fin se montó en la guagua, llorando todavía, el
conductor, un famoso adicto al PCP reformado, le dijo: Por
Dios, no seas un bebé de mierda.

¿Cómo afectó la separación a Olga? Lo que él realmente preguntaba
era: ¿Cómo afectó la separación a Óscar?

A Óscar le parecía que a partir del momento que Maritza
lo echó –¡Shazam!– su vida empezó a irse al carajo. Durante los
años siguientes, engordó más y más. La adolescencia temprana
lo golpeó de forma especialmente fuerte, distorsionándole
la cara de tal manera que no quedaba nada que se pudiera llamar
lindo; le salieron granitos, se hizo tímido, y su interés
–¡en la literatura de género!– que antes no le había importado
un carajo a nadie, de repente se hizo sinónimo de perdedor con
una P mayúscula. Por más que quisiera, no le era posible cultivar
una amistad para nada, ya que era tan bitongo, tan cohibido
y (si se va a creer a los chamacos del barrio) tan rarito
(tenía el hábito de usar palabras grandes que había memorizado
el día antes). Ya no se acercaba a las jevitas porque en el
mejor de los casos ni lo miraban, y en el peor le chillaban y
le llamaban ¡gordo asqueroso! Se le olvidó cómo bailar «el
perrito», perdió el orgullo que había sentido cuando las mujeres
de su familia lo habían llamado hombre. No besó a otra
muchacha durante mucho mucho tiempo. Como si casi todo lo
que tenía para atraer a las hembras se hubiera consumido en
aquella semana de mierda.

No es que a «las novias» les fuera mucho mejor. Parecía que
el mismo mal karma antipasional de Óscar también les hubiera
tocado. Para cuando llegó al séptimo grado, Olga se había
convertido en algo enorme y espantoso, como si hubiera un
gen de troll rodando dentro de ella, y comenzó a beberse el
bacardi 151 directo de la botella hasta que por fin la echaron


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de la escuela porque tenía el mal hábito de gritar ¡NATAS! en
medio de la clase. Incluso las tetas, cuando al fin emergieron,
salieron flojas y pavorosas. Una vez en la guagua, Olga le había
dicho a Óscar que no era más que un cometortas, y él por poco
le contesta: Mira quién está hablando, puerca, pero le dio miedo
que ella se levantara y le entrara a golpes; su reputación de
papichulo, ya por el piso, no hubiera aguantado semejante paliza,
lo habría puesto al mismo nivel que los muchachos lisiados y
junto a Joe Locorotundo, famoso por masturbarse en público.

¿Y la encantadora Maritza Chacón? ¿Cómo le fue a la hipotenusa
de nuestro triángulo? Pues antes de que se pudiera
decir Ay Isis Poderosa, Maritza se transformó en una de las
guapas más cool de Paterson, una de las reinas de Nuevo Perú.
Como continuaron siendo vecinos, Óscar siempre la veía,
una Mary Jane del gueto, el pelo tan negro y lustroso como
un cumulonimbo próximo a explotar, probablemente la única
muchacha peruana en el mundo con el pelo más rizado
que el de su hermana (él todavía no había oído hablar de afroperuanos,
o de una ciudad llamada Chincha), con un cuerpazo
que les hacía olvidar las enfermedades a los viejos, y desde
el sexto grado, siempre con novios que tenían el doble o triple
de su edad (Maritza no tenía mucho talento –ni en los deportes,
ni en la escuela, ni en el trabajo– pero para los hombres
le sobraba). ¿Quería eso decir que había evitado la maldición,
que era más feliz que Óscar u Olga? Lo dudo. Por lo
que Óscar podía ver, Maritza era una de esas muchachas a
las que les gusta que los novios les peguen, ya que lo hacían
todo el tiempo. Si un muchacho me golpeara a mí, decía Lola
con engreimiento, le mordería la cara.

Miren a Maritza: morreándose en el portal de la casa, subiendo
y bajando del carro de algún matón, empujada hacia
la acera. Óscar contemplaría los lengüetazos, el sube y baja y
los empellones durante toda su triste y asexuada adolescencia.
¿Qué más podía hacer? La ventana de su cuarto daba al frente
de la casa de ella, así que siempre la miraba furtivamente mientras
pintaba sus miniaturas de Dragones y mazmorras o leía el


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último libro de Stephen King. Lo único que cambió durante
esos años fueron los modelos de los carros, el tamaño del culo
de Maritza y el tipo de música que dejaban oír los speakers de
los carros: primero freestyle, luego hiphop de la época de Ill-
Will y ya al final, solo por un tiempito, Héctor Lavoe y los
muchachos.

Él la saludaba casi todos los días, con mucho optimismo y
simulando felicidad, y ella le respondía el saludo pero con indiferencia,
y eso era todo. No imaginaba que ella pudiese recordar
sus besos –pero, por supuesto, él no los podía olvidar.

el infierno marónico

Óscar asistió al colegio Don Bosco Tech, y como Don Bosco
Tech era una escuela católica urbana para varones, estaba
repleta de cientos de adolescentes hiperactivos e inseguros
y, para un nerd gordo como Óscar –para colmo fanático de
la ciencia ficción–, era una fuente de angustia sin fin. Para
Óscar, la secundaria era el equivalente de un espectáculo medieval,
como si lo hubieran puesto en el cepo y forzado a soportar
que una multitud de semianormales le tirara todo tipo
de cosas y le gritara ultrajes, una experiencia de la cual debió
haber salido mejor persona, pero que no resultó así… y si
existía alguna lección que aprender de la tortura de esos años,
él no tenía la menor idea de cuál podía haber sido. Todos los
días iba a pie a la escuela, como el nerdo gordote y solitario que
era, y solo pensaba en el día de su manumisión, cuando por
fin se vería libre del horror interminable. Oye, Óscar, ¿hay
maricones en Marte? Hey, Kazoo, coge esto. La primera vez
que oyó el término el infierno morónico se dio cuenta que sabía
exactamente dónde estaba localizado y quiénes eran sus habitantes.


En el segundo año de la secundaria, Óscar pesaba unas
increíbles 245 libras (260 cuando estaba depre, que era casi
siempre), y se les hizo evidente a todos, en especial a su fami


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lia, que se había convertido en el pariguayo5 del barrio. No tenía
ninguno de los superpoderes del típico varón dominicano,
era incapaz de levantar jevas aunque su vida dependiera de
ello. No podía practicar deportes, ni jugar al dominó, carecía
de coordinación y tiraba la pelota como una hembra. Tampoco
tenía destreza para la música ni para el negocio ni para el baile,
no tenía picardía, ni rap, ni don pa na. Y lo peor de todo:
era un maco. Tenía el pelo medio malo y se lo peinaba en un
afro estilo puertorriqueño, usaba unos enormes espejuelos que
parecía que se los proporcionaba un oculista de asistencia pública
–sus aparatos «antivaginales», les decían Al y Miggs, sus
únicos panas–, llevaba una sombra desagradable como si fuera
un bigote en el labio superior y poseía un par de ojos medio
bizcos que lo hacían parecer algo retardado. Los Ojos de Mingus
(una comparación que hizo él mismo un día que registraba
la colección de discos de su mamá; ella era la única dominicana
old school que él conocía que había salido con un moreno,
hasta que el padre de Óscar le puso punto final a ese capítulo
particular de la Fiesta Mundial Africana). Tienes los mismos
ojos que tu abuelo, Nena Inca le había dicho en una de sus visitas
a la RD, lo que debía haber sido un consuelo –¿a quién no

5. Pariguayo es un neologismo peyorativo a partir del inglés, party watcher:
«el que mira las fiestas». La palabra comenzó a utilizarse comúnmente durante
la primera ocupación norteamericana de la RD, que fue de 1916 a 1924
(¿no sabían que nos ocuparon dos veces en el siglo xx? No se preocupen,
cuando tengan hijos ellos tampoco sabrán que Estados Unidos invadió a Irak).
Durante la primera ocupación se dijo que los miembros de las fuerzas de
ocupación norteamericanas a menudo iban a fiestas dominicanas pero, en lugar
de participar, simplemente se paraban y miraban. Lo que, por supuesto,
debía de parecer una locura. ¿Quién diablos va a una fiesta a mirar? Después de
eso, los marines fueron para siempre paraguayos, palabra que en uso cotidiano
quiere decir el tipo que se queda afuera, que solo mira mientras los otros levantan
a las muchachas; en otras palabras, cualquiera que es un inútil, un apocao.
El pariguayo es que el que no sabe bailar, el que no tiene con qué, el que
deja que se burlen de él: ese precisamente es el pariguayo.
Si se buscara en el Gran Diccionario Dominicano, la definición del pariguayo
incluiría una talla de madera de Óscar. Lo llamarían así el resto de la vida
y eso lo aproximaría al otro Vigilante, al superhéroe del universo Marvel que
está del Lado Azul de la Luna y mira y mira, pero jamás interviene.


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*Oscar Wao 01/3ª/ 28/4/08 17:26 Página 32



le gusta parecerse a un antepasado?–, salvo que este antepasado
en particular había terminado sus días en la cárcel.

Óscar siempre había sido un nerd –leía a Tom Swift, le fascinaban
los comics y era fan de Ultraman– pero cuando entró
en la secundaria, su compromiso con la literatura de género
ya era absoluto. En esos días, mientras el resto de nosotros
aprendíamos a jugar pelota contra la pared, a lanzar monedas
y a pasarnos botellas de cerveza a medio tomar sin que nuestros
padres lo advirtieran, él se daba banquete con lecturas
de Lovecraft, Wells, Burroughs, Howard, Alexander, Herbert,
Asimov, Bova y Heinlein, e incluso con los viejos que empezaban
ya a decolorarse –E.E. «Doc» Smith, Stapledon y el tipo
que escribió todos los libros de Doc Savage. Iba como un muerto
de hambre de libro en libro, de autor en autor, de época en
época (tuvo la buena suerte de que las bibliotecas de Paterson
estuvieran tan mal financiadas que todavía tenían en circulación
toda la nerdería de las generaciones anteriores). No había
manera de distraerlo de ninguna película o show de TV o cartoon
donde hubiera monstruos o naves espaciales o mutantes o
dispositivos o cuestiones de destinos del día del Juicio Final

o magia o bandidos malvados. Era solo en estas cosas que Óscar
demostraba el genio que su abuela insistía era parte del patrimonio
familiar. Podía escribir en élfico, podía hablar chakobsa,
podía distinguir entre un slan, un dorsai y un lensman en detalle;
sabía más sobre el universo Marvel que el mismo Stan Lee, y
era un fanático de los juegos de rol (si hubiera sido bueno con
los videojuegos, habría sido un slam dunk, pero a pesar de tener
su Atari y su Intellivision, no tenía los reflejos para el asunto).
Quizá si –como yo– hubiera podido ocultar su otakunidad, la
cosa hubiera sido más fácil, pero no podía. Llevaba su nerdería
como un jedi lleva su sable láser o un lensman su lente. No podía
pasar por Normal no importaba cuánto lo hubiera deseado.6
6. De dónde salió este amor descomunal por la literatura de género nadie
lo sabe. Puede que haya sido consecuencia de ser antillano (¿quién tiene más
de ciencia ficción que nosotros?) o de haber vivido sus primeros dos años en
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Óscar era un introvertido que temblaba de miedo durante
la clase de gimnasia y miraba programas de televisión británicos
bastante nerdosos como Dr. Who y Blake 7; podía explicar
la diferencia entre un combatiente de Veritech y un caminante
de Zentraedi, y utilizaba palabrejas como infatigable y ubicuo

la RD y después precipitadamente, angustiosamente, haber sido desplazado a
Nueva Jersey –esa tarjeta de residencia oficial en Estados Unidos no solo le
cambió el mundo (de Tercero a Primero) sino también de siglo (de casi nada
de TV o electricidad a un montón de ambas). Después de una transición semejante
me imagino que únicamente las situaciones más extremas lo habrían
podido satisfacer. ¿Quizá fue que en la RD había visto demasiados episodios
de El Hombre Araña, o lo habían llevado a ver demasiadas películas de kung fu
de Run Run Shaw, o había escuchado demasiadas historias fantasmagóricas
de su abuela sobre el Cuco y la Ciguapa? ¿O quizá fue el primer bibliotecario
en Estados Unidos quien lo enganchó en la lectura con la chispa que sintió
cuando tocó por primera vez un libro de Danny Dunn? ¿O quizá apenas fue
el espíritu de la época (¿no fue el principio de los años setenta el amanecer de
la Edad del Nerd?), o que se había pasado la mayor parte de su niñez sin un
solo amigo? ¿O era algo más profundo, algo ancestral?

¿Quién lo puede decir?

Lo que sí está claro es que ser lector y fanático de la literatura de género (a
falta de un término mejor) lo ayudó a sostenerse durante esos días difíciles de la
juventud, pero también hizo que pareciera un bicho aún más raro en esas calles
crueles de Paterson. Fue víctima de los demás muchachos –que lo golpeaban y
empujaban y le hacían todo tipo de horrores y le rompían los espejuelos y le
partían en dos ante sus mismos ojos los libros nuevecitos de paquete que compraba
de Scholastic a cincuenta centavos cada uno. ¿Te gustan los libros? ¡Ahora
tienes dos! ¡Ja, ja! No hay nadie más opresor que el que ha sido oprimido. Hasta
su propia madre encontraba sospechosas sus preocupaciones. ¡Sal a jugar!, le
ordenaba por lo menos una vez al día. Pórtate como un muchacho normal.

(Solamente su hermana, lectora también, lo apoyaba. Le traía libros de su
propia escuela, que tenía una mejor biblioteca.)

¿Quieres saber de verdad cómo se siente un X-Man? Entonces conviértete
en un muchacho de color, inteligente y estudioso, en un gueto contemporáneo
de Estados Unidos. Mamma mia! Es como si tuvieras alas de murciélago

o un par de tentáculos creciéndote en el pecho.
¡Pa fuera!, su mamá ordenaba. Y él salía, como un condenado, para pasar
algunas horas atormentado por los otros muchachos. Por favor, quiero quedarme
en casa, le rogaba a la madre, pero ella lo botaba de todos modos. Tú
no eres mujer para quedarte en la casa. Y aguantaba una, dos horas hasta que
por fin se podía colar de nuevo en la casa. Entonces se escondía en el closet
de arriba, donde leía con el rayo de luz que entraba por las rendijas de la puer


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*Oscar Wao 01/3ª/ 28/4/08 17:26 Página 34



al hablar con los tipos del barrio que apenas lograrían graduarse
de la secundaria. Era uno de esos nerds que usaban
la biblioteca como escondite, que adoraban a Tolkien y, más
adelante, las novelas de Margaret Weis y de Tracy Hickman
(su personaje preferido era, por supuesto, Raistlin), y, durante
la década de los ochenta, desarrolló una obsesión con el Fin
del Mundo (no existía una película o libro o juego apocalíptico
que no hubiera visto o leído o jugado: Wyndham y Christopher
y Gamma World eran sus grandes favoritos). ¿Se hacen
una idea? Su nerdería adolescente evaporaba la menor oportunidad
de un romance. Todos los demás experimentaban el
terror y la dicha de sus primeros enamoramientos, sus primeros
encuentros, sus primeros besos, mientras que Óscar se
sentaba en el fondo del aula, detrás de la pantalla en la que
coordinaba los juegos de Dragones y Mazmorras y veía su
adolescencia pasar. Del carajo eso de quedarse fuera en la adolescencia,
como atrapado en un closet en Venus cuando el sol
aparece por primera vez en cien años. De haber sido él como
los nerds con quienes yo me crié, a los que no les importaban
las hembras, la cosa hubiera sido distinta, pero él seguía siendo
el enamorao que se apasionaba con vehemencia. Tenía amores
secretos por todo el pueblo, la clase de muchachotas de
cabellos rizados que no le hubieran dicho ni pío a un loser
como él, pero él no podía dejar de soñar con ellas. Su capacidad
para el cariño –esa masa gravitacional de amor, de miedo,
de anhelo, de deseo y de lujuria que dirigía a todas y cada
una de las muchachas del barrio sin importarle mucho su belleza,
edad, o disponibilidad– le partía el corazón todos los días.
Y a pesar de que lo consideraba de una fuerza enorme, en rea


ta. Al pasar las horas, su mamá lo encontraba y lo sacaba de nuevo. ¿Qué carajo
te pasa?

(Y ya, en los desechos de papel, en sus libros de composición, en el dorso
de sus manos, comenzaba a garabatear, nada serio por el momento, apenas
borradores de sus historias preferidas, sin imaginar que esos pastiches chapuceros
definirían su Destino.)

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*Oscar Wao 01/3ª/ 28/4/08 17:26 Página 35



lidad era más fantasmal que otra cosa porque ninguna jevita
jamás se dio por enterada. De vez en cuando se estremecían

o cruzaban los brazos cuando les pasaba cerca, pero eso era
todo. Lloraba a menudo por el amor que sentía por una muchacha
u otra. Lloraba en el baño, donde nadie podía oírlo.
En cualquier otro lugar del mundo su promedio de bateo
triple cero con las muchachas podía haber pasado inadvertido,
pero se trataba de un varoncito dominicano, de una familia
dominicana: se suponía que fuera un tíguere salvaje con las
hembras, se suponía que las estuviera atrapando a dos manos.
Por supuesto que todo el mundo se dio cuenta de su poco
juego y, como eran dominicanos, todo el mundo los comentó.
Un fracatán de familiares lo aconsejó. El tío Rudolfo (que
recién había salido de su última residencia carcelaria y ahora
vivía en la casa de ellos en Main Street) fue particularmente
generoso con su tutela. Escúchame, palomo, coge una muchacha
y méteselo ya. Eso lo resuelve todo. Empieza con una fea.
¡Coge una fea y méteselo! El tío Rudolfo tenía cuatro hijos
con tres mujeres diferentes así que no había duda alguna de
que era el experto de la familia en lo del méteselo.

Afinidades electivas