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Facebook Twitter sábado 27 de abril del 2024 27-04-2024
Tapa del libro MONTEAGUDO

MONTEAGUDO

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Autor: ROSENZVAIG, MARCOS

Origen: Argentina

Editorial: ALFAGUARA

ISBN: 9789877381573

Origen: Argentina

$ 35099.00 Icono bolsa

35.10 U$S 39.00

Desde la pura invención, Marcos Rosenzvaig crea un vínculo entre el médico y los huesos de Monteagudo, que son la voz del revolucionario. La novela se construye a partir del diario íntimo del forense, en cuyo relato se filtran las palabras del patriota. Las voces son escritura dentro de la escritura.
Noventa y dos años después de su muerte, reclamados por la Argentina llegan desde el Perú -más precisamente a la morgue judicial de la calle Viamonte, en Buenos Aires -los restos del revolucionario Bernardo Monteagudo, asesinado en Lima en 1825. Allí los recibe un médico forense encargado de confirmar a través de la autopsia sus supuestos orígenes negros o aborígenes.
FRAGMENTO

¿Y entonces?
Ahora sé lo que es morir. Algo filoso entró en silencio, como la confidencia de un amigo, y se deslizó dentro de mi cuerpo como un pez. La agonía es una suma de incertidumbres. En ese momento me pregunté si era el final, y me dije: ¿Tan presto mueren los hombres libres? Me temblaron las piernas hasta que finalmente me derrumbé. Mis asesinos estaban tan nerviosos que olvidaron el puñal adentro. Cuando lo saqué a la luz, lo miré y él me sonrió. Los puñales sonríen después que matan. Estaba tibio como una rata enferma. Lo arrojé lejos y lentamente me senté a esperar. Resulta difícil imaginar la vida cerrándose como si la luz tuviese una tapa para apilarnos en el fondo de la tierra. Volví la mirada hacia el puñal, sobre el empedrado, a metros de mí, y vi dos dientes en su boca.
¡Eso es imposible!
Que yo hable también le pareció imposible, ¿o no? Sólo quiero contarle, doctor Pascasio, acerca de mi muerte y de los cuerpos que conocí cuando el mío me abandonó; contarle mis penas y los ardores que se inscriben cuando Dios ciñe y se sienten sus velos.
Llegó al sitio indicado, doctor Monteagudo.
Le juro que me tomaron desprevenido, y todo porque venía pensando. Es un gusto rumiar durante la noche mientras uno camina. Había estado en el velorio de un compañero del ejército, el Coronel Soler. Y fíjese qué gracioso, estaba cerquita del muerto y me apunté a una mocita. Nos sonreímos cajón de por medio. La viuda lloraba en la cabecera. Yo disimule yéndome a buscar la brisa de la noche y además para tratar de sacarme el olor que se pega al cuerpo en los velorios. La mulata esperó un rato y después apareció con una sonrisa espumosa. Su vestido estaba al tono del finado. En la calle no transitaba un alma. Así que me encargué de ahuyentar la muerte engañando la pollera de la chinita y a su braga. Mi mano se deslizó como tapando el sol y oscureciendo el bosque, y entonces me di cuenta de que resbalaba en savia y que no había manos que sujetaran la mía o que me impidieran avanzar.
—Vuestra merced no pierde el tiempo —me dijo la mulata con un reproche mimoso.
FRAGMENTO II
-No olvide que soy su escriba y su guía, doctor Monteagudo.
-Me ahogo.
-Trate de aguantar que ya llegamos.
-¿Respiran así todo el tiempo?
-Uno no se acostumbra nunca a ese ronquido
-Una masa indistinta de almas.
-Y de cuerpos desnudos navegando a la deriva. La corriente los arrastra. Aquí siempre es noche. Aquí todo es lamento. Eso lo saben los viajeros que no dejan de reprocharse los errores cometidos. Entre tantos encontré el suyo, Bernardo, el suyo navegando aquí mismo, en mi mesa bajo la luz de la autopsia. Nos encontramos respirando el mismo aire, pensando por lo bajo en nuestra posible condena. Sentí tanto cansancio, que adormilado en la silla contigua a mi mesa de trabajo lo escuché murmurar…

El cuchillo tuvo dos nombres. Eso usted lo sabe y también la historia: Ramón Moreira y Candelario Espinosa. Les entregaron las armas y fueron a buscar un buen barbero. Se encomendaron al dinero. Finalmente Dios siempre había estado muy lejos durante el tiempo de la esclavitud. Una de las pocas maneras de ganar respeto era ser servil a los políticos delincuentes. Así fue, así lo estoy viendo. Ellos buscaron un barbero, el italiano. Primero se afeitaron como para disimular y después pidieron afeitar los cuchillos. El barbero los conocía y seguro que apenas los vio les dijo que era un lindo cuchillo para un negro mal parido. Ellos guardaron silencio y se manejaron con respeto. Seguramente el italiano continuó con la fórmula habitual que tienen los barberos para dirigirse a sus clientes: ¿Cómo le corto? Mientras preguntaba lo envolvía con ese sudario que usan para evitar que los clientes se lleven a la casa sus propios cabellos. ¿Cómo le corto? Lo repitió porque el negro se distrajo de miedo y contestó entre serio e irónico: Calladito. Y en ese calladito estaban implícitas dos cosas: la fama charlatán de los barberos y los nombres de de los cuchillos en el silencio barbero.
El barbero debió haber contestado: “Desde lejos distingo un cuchillo asesino.” Quizás lo pensó y por temor no lo dijo. El negro se miró al espejo y el espejo le contestó: “Entonces siga amancebando mi pelo mota y, cuando acabe, hágame el favor de afilar mi cuchillo."
El barbero terminó de cortar, quitó el sudario, afiló sin palabras, como con miedo. Los negros pagaron y salieron del negocio caminando derechito con la mente puesta en mi muerte. El barbero debió haber buscado un poco de aire en la vereda. Saludó a una vecina y lentamente recuperó el color y la locuacidad. El resto ya se lo conté y puede que a lo largo de la noche lo vuelva a contar varias veces más. Los muertos perdemos el hilo del tiempo y el devenir de la memoria.

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