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Tapa del libro RAÚL ALFONSÍN. EL HOMBRE QUE HIZO FALTA

RAÚL ALFONSÍN. EL HOMBRE QUE HIZO FALTA

Ver Biografía

Disponible Disponible

Autor: ZANINI, EDUARDO

Origen: Argentina

Editorial: MAREA

ISBN: 9789873783869

Origen: Argentina

$ 18900.00 Icono bolsa

18.90 U$S 21.00

CAPÍTULO V
La dictadura

La dictadura es un retroceso absoluto, los militares
se tomaron el derecho que correspondía al pueblo.
-Osvaldo Bayer

Unas veinte mujeres gritaban en la esquina de Rivadavia y 25 de Mayo. “¡Isabel, Isabel!”, se escuchaba. Poco después de la medianoche del 24 de marzo de 1976, la Casa de Gobierno se había convertido en una montaña de maldiciones y desmentidos.
La presidenta de la nación subió a la terraza y ascendió al helicóptero con rumbo al Norte. De improviso, bajaron en la zona militar de Aeroparque. “Usted queda arrestada”, le dijo un militar del Ejército.
El locutor Juan Mentesana hizo de vocero del Comunicado N° 1: “Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta Militar…”.
Los colegios se quedaron sin clases por varios días. Se disolvió el Congreso de la Nación y se prohibió toda actividad política. La Selección de fútbol argentina estaba de gira en Europa.
“Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial…”.
Estado de sitio y ley marcial.
“… así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones”, concluía la primera notificación militar que oficiaba de presentación del golpe de Estado. Firmaban “Jorge Rafael Videla, Teniente General, Comandante General de Ejército, Emilio Eduardo Massera, Almirante, Comandante General de la Armada, Orlando Ramón Agosti, Brigadier General, Comandante General de la Fuerza Aérea”.
“Algunos suponen que yo he venido a dar soluciones, y no las tengo”, dijo escéptico unos días antes el jefe de la oposición Ricardo Balbín. Por cadena de radio y televisión -un caso excepcional en la historia de las comunicaciones públicas-, había apelado a la unión nacional, criticado duramente al Gobierno por la economía y reivindicado a las Fuerzas Armadas en su lucha represiva.
Los hombres de Alfonsín supieron que se venía la noche.
El grueso del peronismo bajaba los brazos. María Estela Martínez de Perón había transcurrido sus últimos días como gobernante en medio de una soledad que espantaba.
Las organizaciones armadas intensificaron sus precauciones.
El Partido Comunista Argentino celebra la llegada del “general democrático” Videla.
“Las Fuerzas Armadas asumen el poder, detúvose a la Presidente”, tituló La Nación. “Las Fuerzas Armadas han asumido hoy el ejercicio del poder”, fue el título principal de La Razón.
“Nuevo gobierno”, desplegó en toda su tapa Clarín. “Intervención militar”, convino La Opinión y analizó que “La agonía del régimen ahogó los últimos intentos políticos de conjurar la crisis”.
El 29 de marzo de 1976, el dictador Jorge Videla asumió sus funciones de facto en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno. El nuevo ministro de Economía era un hombre vinculado a la Sociedad Rural, José Alfredo Martínez de Hoz, quien durante los meses previos trabajó sobre un plan de corte ortodoxo.
La Conferencia Episcopal Argentina, a mediados de mayo, emitió un documento en el que hablaba del momento especial que vivía el país, a pesar de que había recibido cientos de denuncias y varios de sus miembros habían sufrido secuestros y atentados. Unas semanas después avanzó y pidió “por la situación de los presos”.
La cúpula de la Iglesia estaba encabezada por un religioso de posiciones tibias, Adolfo Tortolo, y el Vaticano tenía un embajador a la medida de los militares, monseñor Pío Laghi.
Una de las primeras cuestiones en las que pensó Alfonsín, tras el golpe, fue organizar la protección de sus cuadros y dirigentes políticos. Otra vez debía actuar desde la clandestinidad, aunque intuía que en esta ocasión había que extremar los cuidados.
También los de su familia. Varios de sus hijos estaban en plena carrera universitaria y aceptaron el consejo de su padre de estar comunicados y en lugares previsibles.
Alfonsín viajaba asiduamente a la Capital Federal. A veces dormía en la casa de una tía, otras veces en los departamentos de sus amigos, para tratar de no dejar pistas sobre su domicilio real.
Otros dirigentes de su sector actuaban sigilosamente en el territorio argentino y otros tantos más decidieron guardarse por un tiempo bajo medidas de protección.
Los que estudiaban en las universidades se emprolijaban. Menos barba, pocas palabras y estar atentos a cualquier movimiento sospechoso.
Muchos de ellos debieron esconder o hacer desaparecer sus libros, revistas y escritos. Si en un allanamiento las fuerzas de seguridad encontraban algún papel con literatura considerada “subversiva”, el hallazgo podía agravar el trato y la situación de secuestro, tortura o detención. Los textos prohibidos eran los de Pablo Neruda, Haroldo Conti, Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez, Carlos Marx, Antonio Gramsci, Friedrich Engels, Jean-Paul Sartre. La editorial Centro Editor de América Latina fue una de las más censuradas y se incineraron miles de sus ejemplares.
Además de la represión militar, la dictadura se propuso otras tareas. Una de las víctimas fue la educación. Se reformaron los programas de estudios en todos los niveles de enseñanza y hubo recomendaciones por escrito. “Es en la educación donde hay que actuar con claridad y energía para arrancar la raíz de la subversión”, argumentaba el decreto 538.
El presidente de la Federación Universitaria Argentina (FUA), Federico Storani, decidió guardarse por unos meses. Aunque aseguraba no tenerles miedo a las amenazas, aceptó una custodia civil y alojarse en un departamento en Mar del Plata donde tenía armas para “autodefensa”.
Los domicilios familiares de parientes indirectos eran una buena guarida para los jóvenes que sentían que podían caer en una casa o un domicilio marcado por las fuerzas de seguridad. Por medio de conversaciones en clave o recados dejados con discreción en puestos secretos, armaban reuniones y encuentros.
A mediados de 1976, Alfonsín otra vez se decidió a retomar sus aspiraciones como empresario periodístico con la ayuda “de los amigos”, es decir, recaudando fondos de donde se pudiera. Para hablar de plata, Alfonsín utilizaba un eufemismo, “las efectividades conducentes”, una frase que había introducido en la jerga radical Hipólito Yrigoyen para referirse indirectamente al dinero.
Esta vez fundó la publicación Propuesta y Control, un lugar desde donde distintos protagonistas analizaban la política, los aspectos sociales, el contexto internacional y la economía. “Creemos firmemente en un destino democrático”, afirmaba el editorial principal del número uno de la revista, con la innegable letra, aunque no estuviese firmada, de Raúl Alfonsín.
Además, reorganizó sus actividades como abogado, pero esta vez en un estudio que compartía con otros letrados en la calle Santiago del Estero al 100, de la Capital Federal. Más que pensar en un negocio, empezó a entrenarse en la presentación de hábeas corpus, la figura jurídica para asegurar el paradero y la integridad de una persona detenida o desaparecida.
El estudio de abogados de Chascomús quedaba prácticamente sin actividades. Ahora, por primera vez, desarrollaba su profesión con el Código Penal y de Procedimientos a mano, de modo de resolver las situaciones por las denuncias que recibía ante detenciones legales o clandestinas. Por otro lado, planificaba salir al exterior para esclarecer la situación de la Argentina y denunciar, donde pudiera, el plan de represión sistemática que se había desatado en el país.
Si hasta ahí tenía diferencias de metodología y de posiciones políticas con su antiguo jefe Balbín, ahora el antagonismo era insalvable frente a las actitudes que cada uno asumía ante el Gobierno de facto.
Las Fuerzas Armadas difundían, en los primeros meses de 1976, acciones de enfrentamientos armados que en la superficie aparecían como la reacción frente a “actos terroristas”.
Además de cientos de desapariciones, la dictadura comenzó con el armado de centros de detención en bases militares y policiales. Los organismos de derechos humanos recibían cientos de denuncias de violaciones. Los perseguidos eran estudiantes, sindicalistas, políticos, militantes, artistas y todo el que pudiere ser sospechoso de vinculaciones con las organizaciones guerrilleras.
El 2 de julio de 1976, una bomba estalló en la Superintendencia de Seguridad Federal y dejó más de veinte muertos y numerosos heridos. El atentado se lo atribuyó la organización Montoneros. El mismo día apareció asesinado en Santiago del Estero el dirigente radical Ángel “el Flaco” Pisarello, abogado defensor de presos políticos.
El 19 de julio, el PRT se quedó sin jefe. En un operativo en Villa Martelli, Mario Roberto Santucho, y su mano derecha, Benito Urteaga, cayeron en un enfrentamiento con un grupo del Ejército.
Poco después, el 17 de agosto, fueron secuestrados en Trelew el ex senador, Hipólito Solari Yrigoyen, y el ex diputado, Mario Abel Amaya.
Los militares los trasladaron sucesivamente a varios destinos y, finalmente, el 11 de septiembre los depositaron en la cárcel de Rawson.
A Amaya lo derivaron, por su grave estado de salud, al hospital de la cárcel de Villa Devoto, donde murió el 19 de octubre de 1976.
La dictadura rechazó que su despedida se hiciera en el Comité Nacional del radicalismo y, a través de distintos mensajes, advirtieron a los hombres de Alfonsín sobre la inconveniencia de realizar ese acto y que se transformara en una manifestación política.
Un dirigente de la juventud alfonsinista se entrevistó con Ricardo Balbín y le pidió ayuda para organizar el velatorio de Amaya. Balbín le contestó que no, que de ninguna manera estaba dispuesto a participar de un homenaje a quien consideraba un abogado desviado de los principios radicales.
Alfonsín echó mano a un viejo amigo de Mataderos, Liborio Pupillo, que se hizo cargo del velatorio, después de que varios servicios fúnebres rechazaran la idea y el riesgo de hacer esa ceremonia.
Liborio Pupillo, de aspecto bonachón y pocas palabras, era uno de los caudillos radicales porteños y fanático del club Nueva Chicago. No tuvo miedo y dispuso que en su casa de sepelios se hiciera el homenaje a Mario Amaya.
En sus exequias, Raúl Alfonsín destacó los valores de Amaya: “Venimos a despedir a un amigo entrañable… Un amigo valiente que no sabía de cobardías. Un amigo altruista que no conocía el egoísmo. Un hombre cabal, de extraordinaria dimensión humana”.
Alfonsín expresó sus deseos: “Ruego a Dios que permita sacarnos cuanto antes de esta pesadilla, de esta sangre, de este dolor, de esta muerte”.
En otro escenario, el 11 de septiembre de 1976, uno de los fundadores de la Franja Morada y de la Juventud Radical, el abogado Sergio Karakachoff, apareció acribillado en las afueras de la ciudad de La Plata.
El Ruso Karakachoff era claro cuando expresaba sus conceptos. “Hay que dejarse de joder y salir a trabajar con la gente”, soltó en una discusión de militantes, acostumbrados a largos conciliábulos cargados de teorías y pocas acciones.
La represión no tenía límites. Había cientos de apresados en campos clandestinos de detención.
“La Perla”, en Córdoba; la ESMA (Escuela Superior de Mecánica de la Armada), en el barrio de Núñez de la ciudad de Buenos Aires; “El Olimpo”, del barrio de Floresta en la Capital Federal; “El Pozo”, de Banfield; Campo de Mayo, en Bella Vista (provincia de Buenos Aires); “El Vesubio”, partido de La Matanza (Buenos Aires), y “Quinta de Funes”, en Rosario (provincia de Santa Fe). Hubo un total de 364 centros clandestinos de detención.
Los militares coordinaban también un plan de represión regional. Con sus amigos militares de Brasil, Bolivia, Paraguay, Chile y Uruguay cambiaban registros sobre personas sospechosas y establecían zonas liberadas en cada lugar.
El Plan Cóndor funcionaba desde 1975 y tenía el aval y la “asistencia técnica” de los Estados Unidos.
Buenos Aires fue el escenario de varios asesinatos de dirigentes extranjeros. En 1976, atentaron contra la vida de los uruguayos Zelmar Michelini, un candidato presidencial en ascenso en la Banda Oriental, y Héctor Gutiérrez Ruiz, ex presidente de la Cámara de Diputados de su país.
Otro comando asesinó al general boliviano Juan José Torres y cayó también, en las calles de Buenos Aires, el general Carlos Prats, militar chileno que se había opuesto al golpe de Pinochet en 1973.
Alfonsín participó de varios salvatajes de película de terror. Organizó clandestinamente la salida del país de varios residentes extranjeros en Buenos Aires. Lo ayudaron varios embajadores europeos ligados a Gobiernos socialdemócratas.
Además de la Capital Federal y La Plata, los lugares más peligrosos eran las grandes ciudades, como Córdoba y Rosario, donde los retenes militares se convirtieron en un control implacable.
-Nos enterábamos por algún compañero, por algún amigo periodista o por propia intuición de qué era lo que debíamos hacer en cada momento –recuerda una de las principales referentes de la Junta Coordinadora Nacional de Santa Fe, Alicia Tate.
Cientos y cientos de militantes salían del país.
Montoneros y peronistas de izquierda se instalaron en México, Cuba y España. Militantes de la izquierda marxista, dirigentes sociales y artistas elegían Suecia, Alemania, Francia, unos pocos Italia e Israel. Varios radicales se exiliaron en Venezuela, como Adolfo Gass y Rodolfo Terragno, otros fueron a París como Hipólito Solari Yrigoyen y un pequeño grupo vivía en Madrid.
Los artistas exiliados se contaban por decenas y también elegían distintos lugares.
Pero en la Argentina, la cultura y el arte durante la dictadura estaban acotados por el control de los contenidos y la censura. Se estrenaban películas como Brigada en acción, de Ramón “Palito” Ortega, Los superagentes biónicos, de Adrián Quiroga, y Hay que parar la delantera, de Rafael Cohen.
Desde el exilio se discutían acciones y se organizaban eventos para difundir los horrores del régimen con actos, publicaciones y denuncias en los medios. Dos de los activistas notables fueron los escritores Osvaldo Bayer, desde Alemania, y Osvaldo Soriano, desde Francia.
La dictadura respondía que los exiliados eran subversivos y que motorizaban una “campaña antiargentina”.
Varios dirigentes, desde distintos puntos ideológicos, dialogaban con los militares del Proceso de Reorganización Nacional.
Los socialistas, por ejemplo, a través del diálogo colocaron a varios embajadores en distintos destinos de Europa. De esa forma Américo Ghioldi, de una familia de notorios dirigentes de izquierda, se convirtió en embajador en Portugal.
Los funcionarios civiles de la dictadura recurrieron al jefe del radicalismo para sostener la continuidad de intendentes o designar a otros. De esa forma, la UCR oficial conservó decenas de intendencias. Según el historiador Mario “Pacho” O’Donnell, los radicales retuvieron 310 intendencias, el partido demócrata progresista, 109 y el MID, 94.
Algunos jefes peronistas, porque el resto estaba detenido o en la clandestinidad, también respaldaron que muchos de sus intendentes siguieran al frente de las comunas como si nada hubiese pasado. De esa forma el peronismo permaneció en 169 intendencias.
La democracia progresista permitió que uno de sus principales dirigentes, Rafael Martínez Raymonda, ocupara la embajada argentina en Italia.
El grueso del peronismo, sobre todo sus organizaciones de izquierda, estaba preso o exiliado.
Los sindicalistas que habían quedado en libertad, sin embargo, abrieron una línea de diálogo por su propia integridad, pero fundamentalmente para preservar el poder y el manejo de los fondos de las obras sociales y de las organizaciones sindicales. Otros partieron al exilio y decenas de ellos fueron perseguidos y asesinados.
El Partido Comunista tenía una situación de privilegio. La Unión Soviética llegaba en 1976 al mayor intercambio comercial de granos con la Argentina. El asunto podía resumirse en que “los muchachos estén tranquilos, les garantizamos su integridad y seguimos con los negocios”. De todas formas, varios sectores del comunismo estaban en listas de desaparecidos y perseguidos por la dictadura.
El diálogo radical con el dictador Videla se llevó adelante a través de uno de sus funcionarios civiles: Ricardo Yofre, abogado ligado al radicalismo, encargado de llevar y traer informaciones y propuestas. Los destinatarios eran Ricardo Balbín, Juan Carlos Pugliese y Antonio Tróccoli.
Tróccoli y Pugliese hacían trascender que los contactos, si bien existían, estaban dirigidos a proteger y pedir por distintos hombres y mujeres que estaban en las listas de los militares.
Uno de los hijos del ex presidente de la nación, Arturo Illia, confirmó que hubo reuniones. “Illia lo vio a Videla y hablaba con Harguindeguy y alguna vez habló también con el almirante Massera”. Según la misma fuente, el objetivo de los encuentros era garantizar o pedir por la vida de algunos militantes radicales.
La versión crítica de esos encuentros señala que el ex presidente Illia buscaba reconocimiento y plataforma para un eventual Gobierno de transición. Una rareza política inentendible para un hombre que había sido derrocado por los militares en 1966.
El contacto de Alfonsín con el Gobierno era el ministro del Interior, Albano Harguindeguy. Hasta la desaparición de Amaya y Karakachoff, Alfonsín consultó por el paradero de determinadas personas ligadas a su sector y a la militancia de izquierda. Nadie puede afirmar si hubo efectivamente reuniones personales y mucho menos en qué lugar se hicieron. Queda descartado que pudiese ser en un organismo oficial, porque la pregunta cuestionadora surgiría de inmediato. Qué hacía un abogado defensor que denunciaba violaciones a los derechos humanos con un general de la cúpula de la dictadura.
Harguindeguy consideraba que con Alfonsín no se podía hablar. Había enormes distancias que los separaban.
La versión sobre las reuniones entre el general y el dirigente forman parte de un imaginario incomprobable. Desde adentro del radicalismo, los hombres cercanos a Ricardo Balbín motorizaron, a través de periodistas afines, esos rumores que colocaban a Alfonsín en una situación de diálogo. De esa forma, el balbinismo podía justificar que todos en la UCR eran parecidos.
Las posiciones que representaban Alfonsín y Harguindeguy eran irreductibles. En el Gobierno militar conocían la parva de hábeas corpus que Alfonsín y un reducido puñado de abogados presentaban en los tribunales.
Los papeles que llegaban a manos de los jueces iban a parar a un cajón del olvido. Los magistrados dividían su estado de ánimo en dos.
Por un lado, estaban los que ignoraban los hábeas corpus porque estaban convencidos de la legitimidad de la lucha antisubversiva y militaban desde el silencio por la política represiva.
Otros directamente cajoneaban los expedientes por una cuestión de miedo a represalias. La Corte Suprema de Justicia de la Nación había quedado integrada por juristas adictos.
En el radicalismo las posiciones eran claras. Los dirigentes de Renovación y Cambio enarbolaban una postura dura, de ninguna duda frente al régimen.
Además de las denuncias de atropellos y violaciones, sumaban críticas a un modelo económico que consideraban liberal, sujeto a las grandes concentraciones de capitales económicos y a la apertura indiscriminada de las importaciones.
El balbinismo tenía dos vertientes.
La primera colocaba a un grupo a dialogar con los militares sin demasiado sentido estratégico. El asunto era sentirse cerca del poder y dejar en claro que ellos no tenían nada que ver con los movimientos insurgentes, ni con sus cercanías.
Los duros entre los blandos, en cambio, sostenían que las conversaciones debían estar dirigidas a lograr cuanto antes una salida institucional de manera civilizada. La teoría del “entrismo”, estar cerca para condicionar el proceso de apertura.
Cuando se cumplió un año del golpe, el 24 de marzo de 1977, María Estela Martínez de Perón seguía recluida en la residencia El Messidor, un amplio chalet que servía de prisión en la provincia de Neuquén, en medio de las maravillas del bosque andino patagónico.
Los organismos de derechos humanos, en ese mismo mes, ratificaron que la dictadura cometía violaciones, torturas y secuestros. En una carta abierta a la Junta, el escritor Rodolfo Walsh hizo lo propio. Unos días más tarde lo mataron.
El periodista Jacobo Timerman corrió una suerte distinta. Lo secuestró y lo torturó un grupo a las órdenes del jefe de la Policía de la provincia de Buenos Aires. Sus amigos se movieron rápido y lograron que lo blanquearan.
Timerman era el director del diario La Opinión que, junto a otro de sus medios que dirigía su hijo, La Tarde, apoyó el golpe de Videla, pero luego empezó a manifestar diferencias. Lo acusaron de estar ligado a un grupo económico empresario, “El Grupo Graiver”, que, supuestamente, financiaba las actividades de grupos guerrilleros. Además de perseguir a los financistas, la dictadura tenía la excusa perfecta para expropiar la empresa Papel Prensa, que proveía de papel de diario a los principales medios nacionales.
En abril de 1977, un grupo de madres de desaparecidos comenzó a concentrarse en la Plaza de Mayo. Las reuniones públicas estaban prohibidas. Un policía se les acercó y las conminó a circular. Las madres comenzaron a rondar en círculos alrededor de la Pirámide de Mayo para evitar la transgresión.
La primera vez que se reunieron allí eran catorce, comandadas por Azucena Villaflor, originaria de Avellaneda. Poco después decidieron identificarse con un pañuelo blanco en la cabeza.
El 10 de mayo de 1977, la APDH le reclamó al Gobierno por la cantidad de presentaciones judiciales sin contestación, en una carta formal dirigida al ministro del Interior de la dictadura, general Albano Harguindeguy.
“La Asamblea Permanente por los Derechos Humanos tiene la convicción de que cuanto se realice por la aparición de las personas desaparecidas será una contribución valiosa para llevar tranquilidad a millares de hogares angustiados y a la familia argentina, por la inseguridad que provocan los secuestros y sus secuelas”.
Sin demasiadas gentilezas, la dictadura contestó con el secuestro, en septiembre, del profesor Alfredo Bravo, uno de los integrantes de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Lo detuvieron clandestinamente, lo torturaron hasta el límite y fue blanqueado veinte días después.
Las patotas militares trabajaban a destajo. Los denominaban grupos de tareas y tenían actividades variadas. Unos secuestraban y robaban domicilios y bebés, mientras otros se infiltraban en organizaciones sindicales, políticas y sociales.
Un muchacho, supuesto familiar de un desaparecido, que se hacía llamar Gustavo Niño participaba de charlas en la iglesia de Santa Cruz, en el barrio de San Cristóbal. Delató las actividades de quienes participaban y después de unos meses dejó la puerta abierta para que secuestraran a una docena de personas, entre las que se contaba a dos monjas francesas y a integrantes de las Madres de Plaza de Mayo. Después se descubrió el verdadero nombre del infiltrado. Era el marino con grado de capitán Alfredo Astiz.
En los Estados Unidos, desde enero, había un nuevo presidente de la nación. El demócrata James Earl Carter se preocupó por la situación de la Argentina y mandó una enviada especial, Patricia Derian quien, en Buenos Aires, recibió un informe de los organismos de derechos humanos.
Los militares la invitaron a recorrer algunos centros de detención denunciados como campos de concentración, pero en la superficie de cada lugar recorrido no había rastros de ninguna actividad irregular.
Desde Propuesta y Control, Alfonsín destacaba el cambio de paradigma de los Estados Unidos. Los veía ahora comprometidos con los “valores de la democracia”.
James Carter y el dictador Videla se verían cara a cara unos meses después en Washington. El presidente estadounidense le reclamó que diera a conocer la situación de prisioneros y desaparecidos. Cínico, el militar argentino, que se presentó a la reunión sin su uniforme militar, le contestó que la próxima Navidad sería una Navidad en paz. El régimen argentino consideraba que el grueso de la represión estaba por cumplirse en esos próximos meses.
Raúl Alfonsín también se disponía a viajar.
Los primeros contactos los hizo con los miembros de los partidos de tendencia socialdemócrata. Le ofrecieron muy poca cobertura desde el punto de vista logístico, algún pasaje, una estadía, pero un amplio abanico de relaciones y coberturas políticas.
En una de esas giras visitó en París a Hipólito Solari Yrigoyen, que vivía en esa ciudad después de que lo liberaran en 1976. En su casa varios dirigentes en el exilio conversaban sobre la situación argentina.
En la sobremesa, después de un plato de arroz con huevo frito arriba y un vino de supermercado, pero vino francés al fin, los desterrados estaban curiosos por saber cuáles eran las perspectivas de institucionalización.
Alfonsín pintó un cuadro desolador, pero les dijo que, a pesar de todo, no solo había que difundir los atropellos de la dictadura sino comenzar a exigirles una salida democrática.
En la capital francesa se reunió con directivos de la Internacional Socialista y obtuvo la promesa de que se repetirían las visitas a la Argentina. Toda presencia extranjera -pensaba Alfonsín- incomodaba a los militares.
El 21 de noviembre llegó a la Argentina el secretario de Estado estadounidense, Cyrus Vance. Los organismos de derechos humanos intentaron en vano reunirse con el funcionario.
La organización Abuelas de Plaza de Mayo, fundada en ese tiempo, hizo una presentación ante la Organización de Estados Americanos para pedir la búsqueda y restitución de los hijos nacidos en cautiverio. Al año 1977 aún le quedaba el horror de un terremoto en Caucete (San Juan) que causó 65 víctimas, la inauguración del Complejo Zárate-Brazo Largo (diciembre) y las semifinales de la Copa Davis con el general Videla en el palco del Buenos Aires Lawn Tennis Club.
Las perspectivas de 1978 se reforzaban en la Casa Rosada con un brindis especial. Muchos argentinos también levantaban sus copas por un acontecimiento deportivo que iba a enfocar la atención de millones. El entrenador de fútbol, César Luis Menotti, concentró a sus jugadores en una villa deportiva desde febrero de 1978. El mundial de fútbol estaba en marcha.
La Armada de Massera montó un centro piloto en París para controlar de cerca las acciones de los exiliados. El propio almirante en persona se reunió en la capital de Francia con la cúpula de Montoneros. Allí pactaron una tregua mientras durara el Mundial de fútbol. Una empleada indiscreta de la embajada, amiga del general Videla, Elena Holmberg, descubrió la reunión y apareció asesinada un tiempo después. Los hombres cercanos a Videla atribuyeron el asesinato a los hombres de Massera.
La interna entre el Ejército y la Armada no tenía límites. Los analistas hablaban de halcones y palomas.
Los dos principales protagonistas del Gobierno, Videla y Massera, tenían proyectos políticos propios y no disimulaban sus diferencias.
El almirante criticaba ante sus allegados el plan liberal de Martínez de Hoz, atendía sus asuntos personales de negocios, aprovechaba el poder de facto para desplegar su galantería y dirigía uno de los horrores de la tortura, el centro de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada.
Massera hablaba de Perón, de justicia social y de una segunda etapa movimientista, reclutaba colaboradores, colaboracionistas y se peinaba como para ser candidato a presidente de la nación.
Jorge Videla se presentaba recatado, de fe occidental y cristiana, de uniforme en los actos militares y, desde hacía un tiempo, de traje y corbata para parecer un civil. Se autodenominaba un “candidato natural” si tuviese que presentarse a elecciones, como un dialoguista frente a algunos periodistas. Ponía cara de no saber nada cuando en privado le hablaban de desaparecidos y de torturas. Los medios de comunicación estaban entretenidos con la organización de la Copa del Mundo.
Un solo diario reproducía denuncias de violaciones a los derechos humanos, el Buenos Aires Herald, de idioma inglés y periodistas ingleses. Su director, Robert Cox, tuvo que salir urgentemente del país por las amenazas de muerte que recibía.
Apenas había una luz en algunas líneas del diario La Prensa con alguno de sus columnistas como el Alemán Manfred Schönfeld.
A mitad de 1978, se encendió una antorcha enorme con la revista Humor. Bajo la dirección del caricaturista Andrés Cascioli, se convirtió en el medio de comunicación que, con su compromiso periodístico inclaudicable, fue el peor dolor de cabeza para los militares.
En el centro los cines de Buenos Aires se llenaban de jóvenes que descubrían Nueva York con las volteretas de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche.
El grueso de la familia Alfonsín seguía en Chascomús viviendo con la misma austeridad que conocían desde hacía años y sufriendo las mismas ausencias del jefe de la familia.
Lorenza Barreneche decía entender la dinámica de la actividad política pero, a veces, se quejaba por la lejanía de su marido. Su hijo mayor, Raúl Felipe, ya estaba casado, igual que Ana María, la más grande de las mujeres.
El Mundial era una fiesta para los argentinos, como un escape de expresiones contenidas. Argentina venció en la final a Holanda tres a uno y desató un carnaval del que estaban ajenos los organismos de derechos humanos que aprovechaban la presencia de medios extranjeros para hacer oír sus reclamos.
Los hijos de Alfonsín no festejaban el triunfo de la Selección, por primera vez campeona del mundo de fútbol. Mucho menos los primeros nietos de la familia, que tenían prohibido manifestarse en las calles que desbordaban de euforia y alegría. Carlos Alconada, el yerno de Alfonsín, era tajante. Celebrar el mundi

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