Johann Moritz Rugendas -a quien el mismo Humboldt admiraba como un maestro en el arte pictórico de la fisonomía de la naturaleza- fue el mejor de los pocos pintores viajeros que hubo en Occidente. De su segunda expedición a América resultaron miles de óleos, acuarelas y dibujos cuyo objeto fueron pri-mordialmente las selvas y las montañas tropicales. Pero el propósito secreto de ese viaje era la Argentina: sólo allí, pensaba, podría encontrar el reverso de su arte. Estuvo en ella en dos ocasiones: en 1847, en Buenos Aires, registró de manera prolífica los paisajes y tipos rioplatenses, y fue ésta su visita más fructífera. Diez años antes, sin embargo, una breve y dramática estadía en Mendoza le había dado la ocasión de aventurarse al Buenos Aires soñado. Sobre el rastro de las carretas gigantes, Rugendas se puso en el camino de la recta interpampeana a la espera de aquello que, por fin, desafiara a su lápiz y lo obligara a crear un procedimiento nuevo. Lo acompañó el pintor alemán Robert Krauze. Sin duda, Rugendas rozó, al menos por unos instantes, ese centro imposi-ble, sólo que a un precio muy alto, casi exorbitante. Un extraño episodio -que no pudo evitar absorber salvajemente en su cuerpo entero- interrumpió la travesía y marcó de un modo irreversible y fulminante su vida, su arte y su juventud.