La expresión titiritera sobrevive desde siempre en un territorio incierto. Subestimada a veces por sus propios cultores, maltratada por las maestras que con un zoquete en cada mano les enseñan a los niños con chillido aflautado que eso es "hacer títeres", mirada siempre con desconfianza desde sus terrenos contiguos: el escenario teatral y las artes plásticas. No está en la mirada de los otros, sin embargo, sino en las manos del titiritero mostrar lo extraordinario y singular de su profundidad expresiva, las increíbles posibilidades narrativas y poéticas de su lenguaje. Fue solo cuando pudo dejar de pensarse a sí mismo como vulgar teatro filmado que el cine llegó a ser considerado un séptimo arte. Libros estupendos como Dialéctica del titiritero en escena de Rafael Curci ayudan a que los títeres y los objetos animados dejen de ser vistos de una vez por todas como un mero teatro portátil y ocupen el lugar que sin ninguna duda les corresponde entre las artes: el octavo.