La dramaturgia titiritera de Javier Villafañe no tiene desperdicios, se construye sobre la base de una dinámica teatral escénica total. Es decir, es acción pura, tal como el teatro de títeres, contiene todos los elementos del mejor teatro; el texto poético es el eje, sin fisuras y ajustado con las palabras apropiadas y necesarias, que a su vez da el ritmo y la cadencia a la representación teatral titiritera. La Andariega y Maese Trotamundos de alguna manera signaron, desde el nombre con el que Villafañe los bautizó, el destino de sus obras teatrales, tanto las destinadas a los niños como las que escribió para jóvenes y adultos: ya sea con muñecos, ya con actores. No solo recorrieron con sus representaciones el país entero, sino que llegaron a diversos y remotos lugares de América Latina y el mundo. En sus obras infantiles se puede percibir con qué sutileza lograba el titiritero ubicarse en la perspectiva de los niños, ver la realidad a través de sus ojos, y comprender la recepción que tuvo en miles de lectores y espectadores, pequeños y no tanto. Javier Villafañe era un poeta que hacía títeres y de los mejores, era un hombre grande, un adulto que jugaba: toda su obra se inscribe en este hacer.