Paul Groussac, nativo de Toulouse, Francia, atravesó fuertes años de la cultura y la política argentina. Fue amigo de tres presidentes -Avellaneda, Pellegrini y Saenz Peña- y no se privó de juzgar con brío la basta galería de situaciones y personajes que se exponían a su escritura elegante, implacable.
Durante casi cuatro décadas fue director de la Biblioteca Nacional, y desde ese puesto interpretó los avatares de un país turbado, sin privarse de dejar aguafuertes adustas y profundas, tanto sobre Sarmiento como de los emigrados de la Comuna de París. Importa hoy menos su cáustico ceño conservador, o su apego a las consignas más ostensibles de la belle époque, que sus raros ejemplos de independencia intelectual y los indicios de tragedia que laten en su lengua emigrada.