"Hacia 1957 reconocí con justificada melancolía que estaba quedándome ciego. La revelación fue piadosamente gradual. No hubo un instante inexorable en el tiempo, un eclipse brusco. Pude repetir y sentir de manera nueva las lacónicas palabras de Goethe sobre el atardecer de cada día: Alles nahe werde fern (Todo lo cercano se aleja). Sin prisa pero sin pausa -¡otra cita goetheana!- me abandonaban las formas y los colores del querido mundo visible. Perdí para siempre el negro y el rojo, que se convirtieron en pardo. Me vi en el centro, no de la oscuridad que ven los ciegos, como erróneamente escribe Shakespeare, sino de una desdibujada neblina, inciertamente luminosa que propendía al azul, al verde o al gris. Ya no había nadie en el espejo; mis amigos no tenían cara; en los libros que mis manos reconocían sólo había párrafos y vagos espacios en blanco pero no letras. Entonces recordé cierta sentencia de Rudolf Steiner: "Si algo se acaba, debemos pensar que algo empieza"."J.L.B.